Eduardo Sacheri

"MUDANZA". UN TEXTO DE EDUARDO SACHERI.

Otro texto inédito del gran escritor argentino. Un episodio conmovedor de la cotidianeidad futbolera.

Por Redacción EG ·

12 de septiembre de 2014

 Nota publicada en la edición de Agosto de 2014 de El Gráfico

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Esto no es un cuento porque no le da el piné para ser un cuento. Le falta estructura, le falta conflicto, le falta tensión dramática. Es apenas un conjunto de imágenes. Tampoco es un guión de cine, porque no tiene diálogos y apenas tiene acciones. En esta historia en la que estoy pensando pasan pocas, muy pocas cosas. Y no se dice nada, excepto un breve diálogo al final.

Si de todos modos tuviésemos que ubicar alguna imagen sería la de un hombre solo, que se asoma por un acceso cualquiera a un estadio vacío. Un estadio en día de semana. En día de semana sin partido, sin entrenamiento, sin nada. Un tipo solo, allá arriba, asomado a esa soledad enorme que es un estadio sin gente. El tipo tiene un objeto en la mano. Una pequeña placa, con unas cuantas palabras escritas. Pongamos que dice “Ernesto Carlos Benítez, 1935-2014”. Con esa concisión que poseen ciertos símbolos, advertimos que es de esas placas que usamos para recordar a los muertos, y que en general se ponen en sus tumbas. No es una placa de bronce. No. Es algo menos solemne, menos aparatoso. Pongamos que el material es un simple acrílico con letras negras. No es de bronce porque la idea de ese hombre, ese que está parado en un escalón de cemento, allá arriba, con el cielo de fondo, es colocar la placa en algún sitio del estadio. No piensa en una vitrina u otro lugar destacado. No. Piensa en un lugar común y corriente, una butaca, un escalón cualquiera. Y cualquiera sabe que una placa de bronce ahí, indefensa en el gentío, puede durar cinco minutos antes de que alguien la arranque y la haga guita.

Por eso mandó a hacer esta otra placa, que dice lo mismo que la que está en el cementerio, pero que no constituye tentación alguna en su acrílico modesto. Y nada de tornillos. Bastará con el pegamento que lleva en un bolsillo. Es posible que, tarde o temprano, de todos modos alguien la rompa obedeciendo a ese deseo simple de hacer daño. Aunque puede ser que no, y que ese respeto oscuro que nos despierta el hermetismo de la muerte la ponga a salvo. Por un tiempo, aunque sea, la ponga a salvo.

El hombre, ahí parado, se conforma con eso. Pero duda. Por eso escribía yo al principio que esto no puede ser un cuento porque no tiene trama. Esta historia no es una historia porque no pasa nada. Lo único que hace el hombre, a lo largo de esta columna, es dudar. Pucha. Les conté el final. No importa. Así nadie se desilusiona. Falta un buen rato para que yo termine, pero si alguno está lo suficientemente decepcionado, puede dejar de leer acá, ahora, mientras el tipo está ahí, inmóvil, apenas a la salida de un acceso, bien arriba en la tribuna. Porque no va a pasar casi nada más. Casi nada más que un hombre que duda.

Lo que duda (aunque no haya demasiados modos de contarlo, aunque no haya ningún modo de filmarlo) es el lugar, el sitio preciso en el que debe fijar la placa. Cuál es el emplazamiento exacto en el que Ernesto Carlos Benítez hubiese deseado que descansara su placa. Dónde, en esa inmensidad de cemento y butacas, o de cemento sin butacas, quiere dejar fija su placa para que el sol y la lluvia la vayan gastando.

Debería colocarla, piensa el hombre, en el lugar donde Ernesto Carlos Benítez se ubicaba cuando iba a los partidos. En su lugar de siempre, se dice. Y ese es el origen de sus dudas. Porque ¿cuál es el lugar “de siempre” de un tipo, se llame Ernesto Carlos Benítez o se llame como se llame, en su cancha? El hombre sabe, porque lo conoció a Benítez, y lo conoció mucho, que el lugar de Benítez fue cambiando a lo largo de su vida.

Alguna vez lo hablaron, de hecho, en esa filosofía gratuita y placentera que uno se regala después de alguna victoria, mientras espera que se esparza un poco ese gentío para evitar los amontonamientos.
“Esto es como la casa de uno”, dijo esa vez el hombre que ahora está en la tribuna. “Para mí no”, se permitió disentir Benítez, la vez aquella. “Para mí es como el barrio, o como el pueblo”. Y Benítez se extendió explicando. “Esto es más grande que una casa”, dijo, señalando alrededor, las mismas tribunas que ahora el hombre contempla vacías. “Pero no sólo más grande. Es más distinto, por adentro”, intentó aclarar, aunque las palabras que elegía no fueran las mejores.

“La primera vez que me trajo el viejo fuimos ahí”, dijo Benítez, señalando un lugar en la tribuna popular. Y ahora el hombre mira, como si siguiera el gesto de la mano, al lugar que aquel día Benítez había señalado. Un lugar muy próximo a la esquina. Del banderín del córner, dos, tres metros al costado, veinte escalones para arriba. Ahí lo había llevado el viejo la primera vez. Con la quincena recién cobrada, una popular adulto y una entrada de menor. Desde ahí le había costado un poco, a Benítez, entender lo que pasaba en el otro arco. Al principio, sobre todo. Después se había acostumbrado.
Ese lugar de la popular es, entonces, un buen lugar para fijar la placa, piensa el hombre. Pero las cosas no son tan simples. Porque después, de más grande, Benítez se animó a moverse al centro de la tribuna. “Donde iban los muchachos”, había dicho Benítez, cuando se lo contó. Y el hombre sonríe porque claro, en la época en que Benítez se atrevió a aproximarse a la zona belicosa de la popular los pibes de quince, dieciocho, veinte años, no eran “adolescentes” porque la adolescencia, en sus cabezas, no existía. Eran “muchachos”. El hombre que ahora tiene la placa en la mano piensa que no, que ese lugar en medio de la popular no es bueno para pegar la placa, porque va a durar un suspiro. Ahora, en esta época, ahí se instalan los matones y los aprendices de matones. No son ni muchachos ni adolescentes. Son barras. Y ese no es un buen sitio, decide el hombre, mientras sigue repasando la biografía de Benítez en los distintos rincones de esas gradas. Sus varias mudanzas.

“Después vinieron las vacas gordas”, había dicho Benítez, sabiendo o sin saber el origen bíblico de la metáfora. “La fábrica caminaba y de repente me di cuenta de que podía pagar una platea.” Y había señalado hacia el lateral, bien arriba, más bien lejos, pero platea al fin. “Y después las cosas siguieron bien”, había agregado Benítez, señalando más abajo, y el hombre había entendido que ese más abajo significaba una platea más cara, un lugar mejor para ver el fútbol.

Benítez, a esa altura, había soltado una breve carcajada, aunque su voz no sonaba divertida. “Hasta con mi socio nos permitimos, un par de años largos, pagar un palco. ¡Un palco! ¿Te imaginás?” Benítez había negado, mordiéndose el labio, como si algo –la circunstancia del palco, o su optimismo, años después le resultara inverosímil. “Fue justo cuando el Rodrigazo -agregó Benítez- así que imaginate. A mi socio le parecía importante que nos hiciéramos notar, que era un buen lugar para hacer relaciones, clientes… Madre mía…”.

El hombre piensa que de ningún modo va a fijar la placa en ese palco efímero, que para Benítez quedó como una demostración palmaria de su inocencia o su osadía. ¿Y si se decide por una de las plateas? ¿La primera, la más alta? ¿La otra más cara, casi al lado del campo de juego?
El hombre baja desde el acceso y se sienta en el cemento, para seguir cavilando. Sabe que Benítez, cuando se acomodó un poco con la fábrica, o con lo que quedó de la fábrica, volvió a la cancha. Cansado, herido, pero volvió. A la misma popular a la que había ido con su viejo. Y ciertos espejismos de prosperidad le permitieron, de tanto en tanto, volver a la platea. Pero volvió a abandonarla, esta vez, no por motivos económicos. “Me tienen harto -le había dicho Benítez al hombre, en otra ocasión-. Estos plateístas me tienen podrido”. Habló de impaciencia, de mala educación, de padres que enseñaban a sus hijos lo peor del fútbol. “Prefiero la popular”, había concluido. “No con esos delincuentes de la barra, pero al costado. Sí, señor”, había dicho Benítez, y había cumplido.

El hombre piensa que tal vez ese regreso a la popular, cerca del banderín del córner, amerite que ese, y no otro, deba ser el lugar para la placa. Pero no quiere ser injusto, porque le falta un capítulo. Ese que Benítez le contó con sorpresa, la misma que le produjo recibir la cuota social con la leyenda “Socio vitalicio”. Desde entonces pudo ir, sin pagar, a ese sector de platea, con otros viejos que cargaban con historias parecidas. “Es bueno el lugar ese”, había dicho Benítez, después de un par de partidos ahí. “La mayoría es gente tranquila, que sabe mirar el fulbo. Claro que algún desubicado tenés -había dicho, también, rematándolo con una de sus frases preferidas-: Viste cómo es, boludos hay en todos lados”.

El hombre sonríe, evocando la frase de cabecera de Benítez. Sigue indeciso. Cada porción del estadio parece corresponderse con un pedazo de la vida de Benítez. ¿Y las ausencias? se pregunta también el hombre. ¿También la placa debería dar cuenta de ellas? Los largos períodos en los que Benítez dejó de ir a la cancha. Cuando se puso de novio, cuando empezó a construir la casa, cuando el crédito que pidieron para comprar la fábrica, cuando la tablita de Martínez de Hoz, cuando la enfermedad de su mujer. Esos largos vacíos ¿Justifican que lo mejor es no poner la placa? O los simples enojos, esos lapsos más o menos prolongados en los que Benítez decidió que no, que estos matungos me amargan la vida, que estos dirigentes son una manga de ladrones y la cuota no la pago más, que mejor me dedico a otra cosa. Porque también hubo de eso en la vida de Benítez.

Pero no. No va a llevarse la placa de vuelva a su casa. Va a decidir un lugar, y va a fijarla. El hombre encuentra una respuesta: debería fijarla en el sitio en el que Benítez haya sido más feliz. Pero eso el hombre no lo sabe. No lo preguntó. No se lo ocurrió. O no supo preguntarlo. Mira alrededor y lo imagina. De chico, bien protegido, en el rincón. Saltando y cantando, con los muchachos. Encorvado, con la portátil al oído, en la platea. Incómodo, demasiado elegante, en ese palco innecesario. Sumergido en la relativa paz del sector vitalicio. El hombre definitivamente no lo sabe. Y ya pasó el tiempo de preguntarlo.

De repente, al hombre le suena el teléfono celular. Ya sé que si esto fuera un cuento, o una película, una interrupción así, casi llegando al final, cortaría el cllima y arruinaría todo. Pero acá no hay problema en que pase una cosa así, porque este texto no es nada, ni cuento ni película. De modo que sí, que suena el celular y el hombre mira la pantalla. El que lo llama es su hijo.

-Hola –dice el hombre.

-Hola, papá –dice el hijo-. ¿Qué decís?

-Acá, en la cancha –dice el hombre.

-¿Hoy? ¿Haciendo qué?

-Estoy en la popular, pensando. Vine a pegar la placa que me pidió el abuelo, pero no sé dónde ponerla.

Se hace un silencio, en los dos lados del teléfono.

-¿Querés que vaya? –pregunta el hijo.

El hombre carraspea. Remonta el agua que de pronto le bajó por la nariz.

-Sí. La verdad que me gustaría que vinieras.

-Dale. Voy.

-Avisá en el portón dos. Yo pedí permiso ahí.

-Un beso, pa. Te veo en un rato.

-Un beso, petiso.

El hombre guarda el teléfono. Sigue sin saber dónde pegar la placa que le pidió Ernesto Carlos Benítez. Sin embargo sospecha que ahora, dentro de un rato, se sentirá un poco más valiente como para, de una vez por todas, elegir un sitio y fijarla. O un poco menos solo, que significa casi lo mismo.

Por Eduardo Sacheri