Eduardo Sacheri

LAS LLAVES DEL REINO, UN TEXTO DE EDUARDO SACHERI.

El autor de éxitos como "La pregunta de sus ojos", que fue llevada al cine como "El secreto de sus ojos", y otro de sus cuentos futboleros.

Por Redacción EG ·

16 de diciembre de 2012

  Nota publicada en la edición de diciembre de 2012 de El Gráfico

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Tal vez sea un sacrilegio, pero cada vez que quiero recordar la muerte de mi abuela lo primero que se me ocurre es que River y San Lorenzo empataron uno a uno. Que empezó ganando River y que San Lorenzo se lo empató por un error del arquero Carrizo.

Qué ridículo, ¿no? Resulta casi vergonzoso. Pero no puedo evitarlo. Después sí. Una vez que he recordado ese torpe detalle futbolero sí. Entonces mi mente puede viajar hasta el Centro Gallego y esa tarde gris de domingo solo. Mi abuela tiene ciento tres años. Casi ciento cuatro. Nació el 19 de junio de 1907 y yo, de chiquito, sentía que era una persona terriblemente afortunada con eso de haber nacido la víspera del Día de la Bandera. Que tu cumpleaños cayese en la víspera de un feriado me parecía el colmo de la felicidad.
Faltan unas pocas fechas para que termine el campeonato y, aunque no lo sepa del todo, River ya se ha introducido en esa debacle sin retorno que va a conducirlo a la promoción y al descenso. Yo estoy atento al asunto, porque Independiente anda rondando, también, esas zonas peligrosas de la tabla. De modo que mi hijo me mantiene al tanto del resultado del partido, a través de sus habituales mensajes de texto.

Mi abuelita Nelly tiene ciento tres, casi ciento cuatro. Y eso del “casi” me causa un poco de gracia. Es algo que uno hace con los chicos, cuando son chiquitos. Eso de dar su edad inminente. “Tiene dos años y diez meses, casi tres”. Con los bebés y los chicos chiquitos uno tiene esa disposición a crecerlos a la fuerza. Las personas encuentran un módico orgullo en esto de aumentarles la edad. Con mi abuela, en mi familia hacemos lo mismo. Ha tenido una salud de roble y una lucidez intacta. Desde que cumplió los ochenta que en mi familia nos enorgullecemos con su modo de envejecer. Y por eso, en agosto o septiembre ya estamos agregándole un “casi” a su edad, y mandándola de prepo al casillero que sigue. Pobre abuela. Pero ahora es cierto. Estamos a mediados de mayo, y no falta nada para el 19 de junio.

Del Clausura 2011 faltan cuatro o cinco fechas. Con mi hijo estamos atentos, atentísimos, porque el Rojo anda rozando las zonas peligrosas de la tabla. Ignoramos que, poco más de un año después, estaremos aún más atentos, atentísimos, a las mismas regiones del peligro.

Con mi abuela, en cambio, nadie en la familia ignora lo que pasa. En los últimos meses, su corazón se ha debilitado mucho. Es su tercera internación en unos meses. A mí me toca, este domingo grisáceo de otoño, acompañarla durante la tarde. Me llevo un libro, para matar las largas horas en las que mi abuelita duerme. Cosa curiosa. No tengo ni idea hoy, al escribir esta columna, de qué libro se trata. En un momento mi abuela sale de su sueño vaporoso y me pregunta qué libro estoy leyendo. Sé que le muestro la tapa y le comento algo al respecto. Pero ahora soy incapaz de recordar qué libro era. Cuando la veo despierta cierro el libro y lo dejo sobre el sofá de los acompañantes. Ella me dice que no, que siga leyendo. Pero yo no quiero. Quiero conversar con ella. Me pide que le cuente del autor, o de qué va la novela. Le hago caso, aunque hoy tenga absolutamente borradas las dos cosas.

También tengo borrado con quién jugó Independiente esa fecha. Y si ganó o empató. Sé que no perdió, porque fue el tramo del campeonato que le permitió escaparle a la promoción, mientras River quedaba atrás.

Después de hablar del libro, con mi abuela nos deslizamos a hablar de cosas más importantes. Supongo que ambos disfrutamos ese rato sin que nadie nos interrumpa. En las últimas semanas no hemos tenido demasiadas chances de hacerlo. Mucha gente por el medio a todas horas, como suele ocurrir con la gente que está muy enferma. Cuando no es mi madre es mi tía. Y cuando no, mis hermanos o mis primas. Y cuando no, alguna enfermera.

Pero esa tarde de domingo y de pasillos vacíos tenemos tiempo hasta de ser sinceros. Gracias a Dios, nos damos el tiempo de hablar de frente. Ella me comenta lo mal que se siente. Lo mal que está. Y yo, sin oídos de terceros, piadosos e indiscretos, me tomo la libertad de darle la razón. No tenemos ganas, ni mi abuela ni yo, de andarnos con florituras inútiles. Nada de tenés que comer para estar fuerte, ni de que tenés un color de piel saludable, ni de seguro que te mejorás. No. Nada de eso. A mí me sale más un "qué cagada, es cierto, abuelita, estamos complicados".

En la cancha también pasa. Gente que, cuando un equipo se desmorona, teme decir los nombres de las cosas. Y gente que prefiere callar o decir en voz alta esos secretos a voces. Sonamos. Ahora nos embocan. Sinceridad. Esa serena sinceridad. En este párrafo recaigo en el mismo sacrilegio. Vuelvo a mezclar el fútbol –ahora no como recuerdo, sino como metáfora- con una tarde de hospital y con mi abuela moribunda. Pero no tengo otro modo, lo lamento. Así vienen las cosas. En una trenza que no me pertenece.

Es fuerte mi abuela. Ni digo sus huesos ni su corazón. Hablo de cosas más profundas y más importantes. Ahí sí, es fuerte mi abuela. Le preocupa dejar solas a sus hijas. Esas hijas que también son ancianas. Yo la tranquilizo. Sin mentir. En esa pieza casi a oscuras no nos hacen falta las mentiras.

Carrizo viene de mandarse una macana, dicen, en cancha de Boca. Yo no pienso así. O mejor dicho, cuando lo discuto con amigos de River, me empeño en introducir matices. Ya sé que Carrizo sale al cruce del tiro de esquina de Mouche y es él quien introduce la pelota. Es gol en contra. Perfecto. Pero también creo que River marca horrible en ese córner, y Carrizo se ve obligado a sacar a los manotazos a Chavez, y eso lo hace llegar mal y distraído, y si la pelota le hubiese pegado a tres centímetros de donde le pegó, habría quedado muerta y lista para embolsar en dos tiempos. Pero como le pegó en la base del pulgar –o eso me parece a mí- la bola salió para el peor de los lugares. O será que, como ex arquero, me cuesta acusarlos de sus errores. Aunque el del partido con San Lorenzo sí. Ahí no tengo nada que decir, verdaderamente.

Lo mío no tiene remedio. Ya no sólo estoy mezclando mi última conversación con mi abuela con un partido de fútbol, sino con dos. Pero es así. No puedo evitarlo. Con mi abuela nos damos la mano, y de a poco vuelve a quedarse dormida. Sin soltar esos dedos cuya piel parece de papel, vuelvo a agarrar el libro. Con la izquierda. Es un libro chico, porque aunque no recuerde el título ni el autor, sí tengo mi propia imagen, sentado en el borde izquierdo de la cama, con la mano derecha sosteniendo las de mi abuela que duerme, y con la zurda teniendo el libro y rebuscándome para pasar las páginas con los dedos de esa sola mano.
De vez en cuando dejo el libro y veo dormir a mi abuela. No puedo decir que estoy feliz. No puedo estar feliz con la muerte ahí, a la vuelta de la esquina. Pero estoy en paz, que ya es bastante. Estamos los dos, me parece. Hemos dicho y escuchado cosas importantes. No importa cuáles son. Quedan para nosotros. Pero hemos sido capaces de hablar de la muerte que se viene al galope. Y de qué será de la vida de los vivos. Con eso basta.

Nos hemos librado del fastidio de mentir mentiras. Nada de curaciones milagrosas ni de recuperaciones postreras. No es el caso. Porque tiene ciento tres, casi ciento cuatro, y su corazón no quiere más sopa. Y pudimos hacernos los tontos o aprovechar el rato que nos da su cansancio y nuestra soledad para decirnos las cosas importantes que no queremos que nos queden en el tintero. Y eso último fue lo que hicimos.
Es como un partido de fútbol al que le quedan dos minutos y vas perdiendo cuatro a cero. Hay tipos que prefieren poner una patada feroz para que los echen y no tener que ser bailados esos dos minutos. O hinchadas que rompen el alambre para suspenderlo. O falsos caudillos que inventan tumultos en el mediocampo para sustraerse al “ole, ole”.

Pero también hay gente que juega esos dos minutos como se debe: a conciencia, haciendo lo que hay que hacer. ¿Sin ganas? Perfecto. ¿Sin esperanza? Seguro. Pero con la tranquila serenidad de que es lo que tiene que hacer.

Y de nuevo acá estoy yo, mezclando cosas que no debería mezclar. Recordé a mi abuela en su cama del Centro Gallego, el domingo que anochece, y las cosas importantes que pudimos decirnos. Pero para llegar a eso, primero pensé en River–San Lorenzo, el uno a uno, el mensaje de texto que me envía mi hijo, cuando afuera ya es de noche. “Empataron. El gol de San Lorenzo se lo comió Carrizo”.

Esté bien o mal, el fútbol para mí es, también, eso. Una llave que conduce a lugares más profundos. Más importantes. Probablemente yo sería un hombre más profundo, más digno, más cabal, si pudiese entrarle a los temas importantes de la vida y de la muerte sin mediaciones, sin rodeos y sin antecámaras. Aunque, si quiero ser benévolo conmigo mismo, puedo conformarme y agradecerle al fútbol actuar como una puerta, un territorio conocido, una zona feliz de mi vida en la que puedo sentirme en casa. Y una vez allí, en esa casa segura y conocida sí, abrir esas puertas necesarias donde habitan, a veces, el dolor y la tragedia.
Así son las cosas. Me hace bien recordar la última conversación que tuve con mi abuela en el Centro Gallego, en mayo de 2011, cuando ella estaba a punto de cumplir los ciento cuatro. Y el modo de entrarle a esa tarde es el empate de River-San Lorenzo, y el gol pavo que se comió Carrizo. Y yo no lo puedo evitar.

Y casi como un corolario que no busco, pero encuentro, en esta mañana de Castelar en octubre, mientras le busco la última oración a esta columna, me interrumpe un mensaje de mi hijo. A cuento de nada, me pide que mueva mis supuestas influencias para que le consiga entrar al césped de la cancha del Rojo, el domingo, cuando nos toque jugar contra Rafaela. Sonrío mientras me dispongo a sacarlo carpiendo. Lo único que falta es que este mocoso me ponga a pedir favores y a pasar vergüenza. Pero sonrío mientras tecleo la respuesta en el teléfono. El mismo fútbol que me llevó a ese hospital, ahora me trae de vuelta. Al centro de la vida.

Por Eduardo Sacheri