Las Crónicas de El Gráfico

Más que mil palabras [sobre el Mundial para chicos de la calle]: la copa

Durante 10 días, Río de Janeiro fue sede de un Mundial de fútbol que es capaz de cambiar y salvar vidas.

Por Martín Mazur ·

03 de junio de 2014
  Nota publicada en la edición de mayo de 2014 de El Gráfico

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EL ESTADIO donde juegan no es el Maracaná, aunque sí tiene un cartel, hecho de cartón pintado, que invita a soñar su nombre. La imaginación es una parte fundamental en el desarrollo del Mundial de Brasil. Aquí no hay prometidas megaobras millonarias y tampoco atrasos en la construcción de estadios, autopistas y aeropuertos. Aquí la megaobra tiene otra dimensión, otro objetivo y otra realidad.

Este es el otro Mundial de Brasil, que no tendrá tanta prensa ni repercusión mundial, es cierto, aunque sí es capaz de salvar algunas vidas.

El Mundial para chicos de la calle, disputado en Río de Janeiro, no dura un mes, sino sólo 10 días. Poco más de una semana para cambiar el modo de pensar y ofrecer una perspectiva cierta de mejoría, un horizonte, para muchos de los niños que llegaron para formar parte de él.

Su sitio web, streetchildworldcup.org, hace un llamado a la concientización del problema de los chicos de la calle, para que se les dé el cuidado y tratamiento que merecen, y promueve el desarrollo de estos chicos en base al fútbol y a las artes. “Esto es más que un juego”, se lee en su plataforma, con toda razón.

Los organizadores, asociados con la ONG Save the Children, lograron reunir a 20 seleccionados de distintos países, una ocasión perfecta para que las voces de los chicos puedan ser escuchadas. Se trata del segundo Mundial de chicos de la calle en la historia, luego de la buena experiencia llevada a cabo en 2010.

Las fotos confirman el enorme valor de la iniciativa: allí hay niños con sonrisas amplias, lágrimas de emoción y expresiones liberadoras, contrarias a los rostros con los que cualquiera se topa mientras camina por una gran ciudad de cualquier lugar del mundo.

Durante el Mundial, los grandes debates que giran alrededor de estos niños fantasma, internamente pasan a ser otros: cómo pasar la pelota, cómo desmarcarse, cómo cubrir espacios, cómo jugar en equipo.

La final fue toda africana, entre los niños de Burundi y de Tanzania, que finalmente lograron llevarse el torneo con la victoria 3-1. “Algo muy lindo, porque en 2010 habíamos estado en la final, pero no pudimos ganarla. Representamos a todos los niños de Tanzania y esperamos haberlos hecho sentir orgullosos”, declaró el capitán Deograutis, envuelto en su bandera nacional. Desprovistas del entorno, las declaraciones entre un campeón del mundo profesional y uno de este torneo son las mismas.





AL FINALIZAR el partido definitorio, la vuelta olímpica de los ganadores fue un gesto de comunión sin distinción de camisetas. No había favoritos ni apuestas, porque este es el Mundial que no deja perdedores. Los chicos de Tanzania y Burundi ya se habían hecho muy amigos.

Cada selección tiene metas distintas, propias de la situación social de cada país. En Burundi, uno de los objetivos fundamentales es la integración racial entre niños pertenecientes a distintas etnias, para alejar las sombras de una guerra civil.

Pero en Indonesia, por ejemplo, un tema clave es la documentación. De los 29 jugadores que llevó Indonesia, pertenecientes a 7 ciudades distintas, apenas 9 tenían certificado de nacimiento. El director de una ONG participante, Benyamin Lumy, se transformó en el tutor legal de estos niños, paso necesario para que en ese país puedan solicitar un documento de identidad. Al retornar a su patria, estos chicos tendrán identidad legal. El logo de la competencia fortalece esa sensación: basado en la tradicional foto de los soldados americanos que levantan la bandera en el Monte Suribachi, la imagen muestra a siluetas de nenes y nenas que intentan levantar una bandera que dice “Soy alguien”.
El campeonato femenino, que también existe, lo ganó Brasil (1-0 a Filipinas), que consiguió el estadio del Fluminense para la final. El tercer puesto quedó en manos de El Salvador (por penales a Mozambique).

El otro Mundial de Brasil dejó una participación argentina que seguramente no ayudó a la difusión: último en el Grupo 2, un empate y tres derrotas, 3 goles a favor y 15 en contra.





¿HABRIAMOS LEIDO mucho más de los argentinos si hubieran ganado el torneo con un 4-0 ante Brasil? Seguramente, sí. Es ese el resultadismo que vale desterrar.

En total, 230 chicos vivieron el otro Mundial, con más emoción de la que seguramente experimentarán en la Copa de la FIFA. Cantaron sus himnos nacionales, rezaron e hicieron arengas como sus ídolos.
A los campos de entrenamiento llegaron leyendas de la talla de Gilberto Silva o Bebeto. Y se sorprendieron por la energía positiva existente. “Mis jugadores hicieron un buen campeonato, pero de lo único que hablan es de cómo se hicieron amigos con chicos de otros países. Muchos se dan cuenta de que son afortunados, porque volverán a sus países con mejores condiciones de vida de las que tenían al irse”, explicó el entrenador de Estados Unidos, Ben Page.

Entre las actividades que pudieron realizar, además de jugar al fútbol, se destacaron los talleres de tecnología, fotografía, dibujo, cocina o yoga. En todos los casos, la idea fue utilizar la curiosidad por participar en una actividad nueva para generar compromiso.

Antes del partido inaugural, el 30 de marzo, todos los planteles escucharon un mensaje del Papa Francisco. Y hubo un minuto de silencio en memoria del capitán brasileño, Rodrigo Kelton, asesinado por narcos en Fortaleza hacía apenas unas semanas. Tenía sólo 14 años.

Durante cada Mundial también se hace una conferencia sobre los niños de la calle. La declaración de Durban, luego del Mundial 2010, fue presentada al comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas y transmitido a 143 países. Además, se creó el manifesto para niñas de la calle, presentado a la Unicef. La declaración de Río de Janeiro 2014 servirá para continuar esta tarea a nivel global, pero a su vez deja una huella inolvidable para todos los participantes.

Muchos jugadores profesionales, sobrevivientes a una infancia dura y sin un abanico de perspectivas de desarrollo, suelen declarar que el fútbol les salvó la vida. Hablan del fútbol profesional, por supuesto. A estos chicos de la calle, que quizás nunca ganarán sueldos millonarios ni filmarán publicidades como si fueran estrellas de cine, el fútbol quizás también les haya salvado la vida.

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Por Martín Mazur 

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