Las Entrevistas de El Gráfico

2003. Alejandro Dolina: “echen a los troncos”

No sólo lo juega una vez por semana al fútbol. También aporta una mirada diferente, en la que se mezclan sus recuerdos de una infancia solitaria y novelera.

Por Redacción EG ·

04 de marzo de 2020

Obe­dien­te mo­de­lo, ves­ti­do con la ca­mi­se­ta de la se­lec­ción pa­ra­gua­ya, Ale­jan­dro Do­li­na po­sa con una pe­lo­ta. Ha­ce frío en la can­chi­ta, en don­de na­die se de­tie­ne pa­ra mi­rar­lo, pues pa­ra to­dos es, sen­ci­lla­men­te, el Ne­gro. Uno de los ha­bi­tua­les ju­ga­do­res de fút­bol 5 que, co­mo buen hi­jo de ve­ci­no, pa­sa por el lu­gar una vez por se­ma­na a es­ti­rar los mús­cu­los, si no a sen­tir­se crack, aun­que sea por una ho­ra.

No es su ca­so. “Yo jue­go bien, ésa es la ver­dad. Jue­go bien, pe­ro mis hi­jos jue­gan me­jor.” Y mien­tras sus hi­jos tam­bién po­san, sus com­pa­ñe­ros es­pe­ran tal vez re­ne­gan­do por lo ba­jo. Ape­nas se ter­mi­na el tur­no ya es­ta­rán los si­guien­tes. No hay tiem­po que per­der, aun­que sean fo­tos pa­ra El Grá­fi­co.

Imagen En pose. Con sus hijos Alejandro y Martín. Al medio, Stronatti. Dolina y la camiseta de Paraguay.
En pose. Con sus hijos Alejandro y Martín. Al medio, Stronatti. Dolina y la camiseta de Paraguay.

Así que cuan­do ter­mi­ne y en­tre a tro­tar en la can­chi­ta –aquí em­pie­za y ter­mi­na nues­tro co­men­ta­rio téc­ni­co so­bre el te­ma–, quien es una es­pe­cie de su al­ter ego, Gui­ller­mo Stro­nat­ti, con­ta­rá que se co­no­cen des­de ha­ce mu­chos años. Y que ti­rar­se pa­re­des ya es una cos­tum­bre. Ade­más, pun­tua­li­za, “no te ol­vi­des de que él in­ven­tó el jin­gle de El Grá­fi­co, ¿te acor­dás?”.

Es ca­si im­po­si­ble no acor­dar­se de aquel “El Gráaa­fic­cooooooo”, que ter­mi­na­ba con una “o” lar­guí­si­ma, que so­na­ba co­mo un gol can­ta­do en me­dio de una ima­gi­na­ria can­cha lle­na de hin­chas y pa­pe­li­tos ba­jo un ba­ño de sol.

Así que, mien­tras el Ne­gro tro­ta­ba, pen­sa­mos que por lo me­nos ha­bía­mos en­con­tra­do una pri­me­ra pre­gun­ta. So­bre to­do por­que cuan­do nos con­sul­tó con un “¿de qué va­mos a ha­blar?” le tu­vi­mos que con­tes­tar que, en rea­li­dad, no lo sa­bía­mos muy bien. “Yo sí ten­go un te­ma”, ha­bía si­do su res­pues­ta in­me­dia­ta.

Por eso cuan­do lle­ga­mos a la dis­cre­ta puer­ta de hie­rro de su dis­cre­ta ca­sa, a unas cua­dras de Ca­bil­do al 3200, sen­ti­mos que, en­tre el te­ma que él te­nía y nues­tra pre­gun­ta ini­cial, al­go iba a sa­lir de bue­no.

 

Íba­mos a ha­blar de fut­bol, en rea­li­dad. Así que…

–Me ha gus­ta­do el re­cuer­do de mi vin­cu­la­ción con El Grá­fi­co. Yo co­no­cí a mu­chos pe­rio­dis­tas ad­mi­ra­bles: Ar­diz­zo­ne, Ju­ve­nal, Cher­quis, Ve­ga One­si­me, Or­ca­si­tas… Lo más per­ver­so de to­do el tra­ba­jo era aque­llo de que los do­min­gos a la no­che te­nías que te­ner las fra­ses pu­bli­ci­ta­rias lis­tas pa­ra la ma­ña­na del lu­nes.

–¿Te gus­ta­ba el fút­bol de an­tes más que el de aho­ra?

–No es­toy se­gu­ro de eso. Al­go de ra­zón tie­ne Víc­tor Hu­go en que hay una ten­den­cia a exa­mi­nar ca­si to­dos los su­ce­sos his­tó­ri­cos con­for­me a la cuo­ta de en­tu­sias­mo que uno les po­nía. Pue­de ser. Tam­bién se afir­ma que los hom­bres van de­ca­yen­do. No es ver­dad. Y tam­po­co es ver­dad, o no es tan sen­ci­lla­men­te ver­dad, el in­ci­so in­ver­so: que los hom­bres van pro­gre­san­do. No creo que ne­ce­sa­ria­men­te el fút­bol de hoy ten­ga que ser me­jor que ha­ce 20 años ni creo lo con­tra­rio. Es po­si­ble –y es­to es lo que di­ce Víc­tor Hu­go– que yo me en­tu­sias­ma­ra más an­tes por el fút­bol. ¿Por qué ra­zón? No lo sé. Tal vez por­que uno se va tor­nan­do más es­cép­ti­co. Por ahí uno cree a los vein­te años que el re­sul­ta­do de un par­ti­do le cam­bia la vi­da y lue­go des­cu­bre que no es así. Se van re­pi­tien­do las si­tua­cio­nes. Ni ga­nar es la glo­ria com­ple­ta ni per­der es el in­fier­no. Su­ce­de lo que Co­le­rid­ge de­no­mi­na­ba una in­cre­du­li­dad ne­ce­sa­ria. El de­cía que pa­ra dis­fru­tar del ar­te hay que sus­pen­der la in­cre­du­li­dad. Si vas al ci­ne y em­pe­zás a de­cir que es una ilu­sión óp­ti­ca, bue­no… Con el fút­bol, hay que te­ner una cier­ta fe poé­ti­ca pa­ra ilu­sio­nar­se y uno tien­de a per­der­la, sim­ple­men­te por una ma­yor sa­bi­du­ría. La sa­bi­du­ría tie­ne al­gu­nos cos­ta­dos in­de­sea­bles. Y es que, a ve­ces, es di­fí­cil te­ner fe. Pe­ro bue­no, he­chas es­tas sal­ve­da­des cua­si fi­lo­só­fi­cas, me pa­re­ce que ha­ce… no sé, diez, quin­ce años, ha­bía me­jo­res ju­ga­do­res. Me acuer­do del Ri­ver de Fran­ces­co­li, de Mo­rre­si… o de aquel Ar­gen­ti­nos Ju­niors… No sé si hoy hay tal can­ti­dad de ju­ga­do­res. Tal vez por­que los ven­den rá­pi­do; eso es ca­si se­gu­ro. Yo me per­mi­to ha­cer aho­ra una po­nen­cia: creo que la te­le­vi­sión trans­mi­te el fút­bol de un mo­do que es, des­de el pun­to de vis­ta di­dác­ti­co, to­tal­men­te no­ci­vo.

–A ver…

–Pri­me­ro: las imá­ge­nes in­sis­ten ca­da vez más en los pri­me­ros pla­nos. Un ju­ga­dor to­ma la pe­lo­ta y hay un pri­me­rí­si­mo pla­no de él sin que se se­pamuy bien dón­de es­tá, en qué lu­gar de la can­cha. Y –lo que es peor– dón­de es­tán los com­pa­ñe­ros, por­que eso le da sen­ti­do a la ju­ga­da: pue­de es­tar ha­cien­do una ma­nio­bra ge­nial o una cham­bo­na­da. El fút­bol co­mo ac­ti­vi­dad in­di­vi­dual no exis­te. Una chi­le­na tie­ne sen­ti­do se­gún lo que ha­ya su­ce­di­do an­tes, des­pués y dón­de es­tá he­cha, y no por sí so­la… Y por otra par­te, a la te­le le gus­tan las ju­ga­das fí­si­cas, pre­sen­tan ca­si to­dos ti­pos que se caen al sue­lo, que se ti­ran, que vue­lan… el buen ju­ga­dor no ne­ce­si­ta ha­cer esas co­sas… Cuan­do le pre­gun­ta­ron al bi­lla­ris­ta bel­ga Ceu­le­mans por qué no ti­ra­ba “mas­sé” más se­gui­do, él di­jo que ju­ga­ba con tan­ta pre­ci­sión que no ne­ce­si­ta­ba ha­cer­lo. Un ju­ga­dor per­fec­to no ne­ce­si­ta ti­rar­se al sue­lo. Y a eso su­ma­le un dis­cur­so que pri­vi­le­gia la di­ná­mi­ca y cier­ta co­sa que aho­ra se de­no­mi­na cu­rio­sa­men­te con la pa­la­bra “ac­ti­tud”. Me pa­re­ce que más bien pro­pen­den a un fút­bol cie­go, muy pre­sio­na­do, un po­co ce­rra­do, muy po­co in­te­li­gen­te, muy fric­cio­na­do… No di­go que no ha­ya que pre­sio­nar, que no ha­ya que co­rrer, pe­ro si no pen­sás, no sir­ve pa­ra na­da. Es más, pien­so en el gus­to de al­gu­nos pe­rio­dis­tas que cuan­do eli­gen el me­jor ju­ga­dor, por lo ge­ne­ral se de­ci­den por vo­lan­tes de mar­ca, ca­rri­le­ros que han su­fri­do en el par­ti­do. Si con­vo­cá­ra­mos a la Se­lec­ción Na­cio­nal a to­dos los que han si­do ele­gi­dos co­mo me­jo­res del par­ti­do, ten­dría­mos un equi­po bas­tan­te ba­ta­lla­dor, ¿no? Aun­que no creo que va­ya a te­ner mu­cho jue­go.

Imagen La mirada debe estar buscando al Angel Gris. O tal vez sólo sea una pose. Dolina es, eso sí, un pedazo de Buenos Aires.
La mirada debe estar buscando al Angel Gris. O tal vez sólo sea una pose. Dolina es, eso sí, un pedazo de Buenos Aires.

–Cuan­do el ju­ga­dor se ve en la te­le, tal vez sien­ta que ése es el ca­mi­no…

–Y pa­sa lo mis­mo con el chi­co que apren­de a ju­gar. Lo no­to por­que jue­go con chi­cos más jó­ve­nes, de otras ge­ne­ra­cio­nes. He da­do lás­ti­ma du­ran­te lar­gos años. Y yo veo que la te­le­vi­sión ha­ce es­cue­la, hay ju­ga­das que son las de la te­le­vi­sión: la más co­mún es ti­rar­se al pi­so, aun­que no ven­ga al ca­so. Otra es co­rrer… Es­ta fa­mo­sa idea de no dar por per­di­da nin­gu­na pe­lo­ta, no es una vir­tud, me pa­re­ce, sal­vo que se la aco­te ade­cua­da­men­te. Por­que que un ti­po co­rra cien me­tros sa­bien­do que no va al­can­zar la pe­lo­ta es una for­ma de fa­ti­gar­se inú­til­men­te y una ac­ti­tud de­ma­gó­gi­ca pa­ra con la tri­bu­na. Co­rrer las pe­lo­tas po­si­bles, sí; las di­fí­ci­les, si vos que­rés. Pe­ro hay quie­nes co­rren las im­po­si­bles. Creo que sa­ben que sa­len en la te­le­vi­sión.

–Se pri­vi­le­gia lo fí­si­co… en el bo­xeo pa­sa al­go si­mi­lar.

–Cla­ro, y apar­te es­tá el te­ma de la ma­la in­ten­ción. Nos di­ver­ti­mos mu­cho con mis chi­cos y las su­bra­ya­mos con la si­guien­te fra­se: “El ma­ra­vi­llo­so mun­do del fút­bol…” Co­sas ta­les co­mo bo­to­near al ri­val an­te el re­fe­rí, pe­dir tar­je­tas… El fin­gi­mien­to cons­tan­te, que ha cam­bia­do el fút­bol: pri­me­ro, la ac­ti­tud de los re­fe­rís, que es­tán más aten­tos al que fin­ge que al que pe­ga. Han in­cor­po­ra­do ya un ele­men­to que an­tes no es­ta­ba tan pre­sen­te. Si bien ha­bía quie­nes eran muy há­bi­les en eso de pro­vo­car fal­tas, hoy es per­pe­tuo, cons­tan­te. El ju­ga­dor pa­re­ce más pre­pa­ra­do pa­ra ti­rar­se que pa­ra con­ti­nuar la ju­ga­da. Un ti­po que sa­le de una gam­be­ta y lo to­can, se de­ja caer in­me­dia­ta­men­te. Y no es­toy tan se­gu­ro de que sea lo más ade­cua­do des­de el pun­to de vis­ta es­tra­té­gi­co; y por ahí, en­ci­ma, no te lo co­bran. Hay una fal­ta de hi­dal­guía no­ta­ble. Es muy ra­ro –por­que el me­dio no lo fa­vo­re­ce– en­con­trar ti­pos sa­nos, por­que el téc­ni­co se lo di­ce: “Ti­ra­te”. No creo que es­to sea bue­no pa­ra el fút­bol. ¿Te acor­dás có­mo fes­te­ja­ba Bo­chi­ni? No me ima­gi­no en ju­ga­do­res clá­si­cos por su per­so­na­li­dad eso de sa­car­se de en­tre los cal­zon­ci­llos una más­ca­ra y po­nér­se­la, ima­gí­nen­lo a Eli­seo Mou­ri­ño ha­cien­do al­go así…

 

Ad­mi­te que fue un chi­co so­li­ta­rio has­ta los ocho años. Se crió en­tre tías. Re­cuer­da al­gu­nos pro­gra­mas de ra­dio, co­mo Los Gran­des del Buen Hu­mor, a Ni­ní Mars­hall y a Car­los Gi­nés, un ani­ma­dor que tam­bién to­ca­ba el pia­no en el es­tu­dio, co­mo él ha­ce hoy en Con­ti­nen­tal. “Pe­ro des­pués de los ocho fui ca­lle­je­ro y ato­rran­te, bas­tan­te ato­rran­te”, afir­ma. 

–Pen­sar que aho­ra hay es­cue­las de fút­bol…

–Yo he vis­to có­mo fun­cio­nan, pe­ro no es tan sen­ci­llo. ¿Sa­bés qué pa­sa? El fút­bol es cruel, yo creo que es muy cruel. Y des­po­ja­do de la cruel­dad pro­du­ce otra co­sa, qui­zá más de­sea­ble des­de el pun­to de vis­ta hu­ma­no: pro­du­ce a unos fut­bo­lis­tas un po­co me­nos pre­pa­ra­dos. Me voy a ex­pli­car. Cuan­do yo era chi­co, no sa­ber ju­gar al fút­bol era equi­va­len­te a la muer­te ci­vil. Un ti­po era res­pe­ta­do por có­mo ju­ga­ba al fút­bol; y te lo di­go yo que apren­dí a ju­gar bien al fút­bol, pe­ro ya de gran­de, por la ra­zón que te aca­bo de de­cir. Y pa­de­cí un po­co de eso y des­pués ca­si me ven­gué, por­que al­gu­nos lle­ga­ron a creer que yo ju­ga­ba bien. En la es­cue­la de fút­bol se mez­clan los que jue­gan mal y los que jue­gan bien. Y te en­se­ñan a res­pe­tar al que no es tan há­bil. Y des­de el pun­to de vis­ta hu­ma­no es fan­tás­ti­co, pe­ro des­de el pun­to de vis­ta fut­bo­lís­ti­co re­sien­te la pro­duc­ción. La ley del po­tre­ro es sel­vá­ti­ca. Los tron­cos no jue­gan. Eso es muy cruel. Pe­ro así se for­man los equi­pos. Nues­tro le­ma pa­ra la Se­lec­ción, és­ta de Biel­sa, de­be­ría ser: echen a los tron­cos.

–Los que ju­ga­ban mal…

–Y… la pa­sa­ban mal, muy mal. En cier­ta for­ma era cruel, una por­que­ría. Y des­pués, en el fút­bol pro­fe­sio­nal es na­tu­ral­men­te así: si no ju­gás bien, te sa­can. La es­cue­la de fút­bol, me pa­re­ce que de una ma­ne­ra ra­cio­nal, asi­mi­la a los que tie­nen con­di­cio­nes y a los que no las tie­nen. A ve­ces, po­bre­ci­tos, son man­da­dos por los pa­dres, por­que tie­nen pro­ble­mas en el tra­ba­jo y no tie­nen dón­de de­jar­los. Y aun­que su­fren me­nos que en el po­tre­ro –por­que aun­que sean ma­los no se les di­ce na­da y los pro­fe­so­res no los se­gre­gan–, ellos sa­ben que son tron­cos.

–¿Por qué lo re­la­cio­nas­te con la Se­lec­ción? 

–Por­que re­cor­dé una fra­se ca­si co­mo un chis­te:  nin­gu­no de los que jue­ga en la Se­lec­ción jue­ga mal. Pe­ro qui­se de­cir­lo co­mo un cri­te­rio ge­ne­ral: que se pri­vi­le­gie al me­jor. Yo ten­go el ma­yor res­pe­to per­so­nal por Biel­sa. Me pa­re­ce que es un ca­ba­lle­ro. Y me pa­re­ce que ha si­do trai­cio­na­do por mu­chos pe­rio­dis­tas que lo apo­ya­ron du­ran­te las eli­mi­na­to­rias y que des­pués fin­gie­ron en­con­trar­se con una sor­pre­sa en el Mun­dial, co­mo si el equi­po no hu­bie­ra ju­ga­do tal co­mo ju­gó siem­pre. Yo creo que el equi­po siem­pre ju­gó así y los que es­ta­ban equi­vo­ca­dos eran los que creían ver ver­da­de­ros fe­nó­me­nos en un equi­po al que le cos­ta­ba ven­cer a se­lec­cio­nes de se­gun­do or­den de Su­da­mé­ri­ca. Yo, sin­ce­ra­men­te, nun­ca me pu­de en­tu­sias­mar con aque­llos éxi­tos de las eli­mi­na­to­rias: me pa­re­cía que es­ta­ban den­tro de lo ine­vi­ta­ble… Y el equi­po ju­gó co­mo era pre­vi­si­ble que ju­ga­ra, sea­mos sin­ce­ros, no te­nía mu­cho jue­go. No hay de­re­cho a pe­dir­le otra co­sa. En­ton­ces eno­jar­se de gol­pe co­mo si hu­bie­ra he­cho an­te Sue­cia o Ni­ge­ria al­go que nun­ca hu­bie­ra he­cho an­tes... ¡Hi­zo lo mis­mo, só­lo que los ri­va­les eran dis­tin­tos! Sal­vo que por ahí no hu­bo un ca­cho de suer­te, que es cier­to que fal­tó, y sa­lió mal. Pe­ro era po­si­ble que sa­lie­ra eso. No di­go que pro­ba­ble, pe­ro po­si­ble; no era una co­sa tan des­ca­be­lla­da. Yo creo que es­to de ha­ber con­ver­ti­do al equi­po de Biel­sa en can­di­da­to a la Co­pa del Mun­do fue un de­sa­ti­no. Por ahí tie­ne al­go que ver con el pa­la­dar de al­gu­nos pe­rio­dis­tas de­por­ti­vos que dan co­mo fi­gu­ra de la can­cha al nú­me­ro 5 del que pier­de.

Imagen Clásico porteño. Dolina en el legendario Café Tortoni. Es medianoche, está por comenzar el programa y los duendes comienzan a volar.
Clásico porteño. Dolina en el legendario Café Tortoni. Es medianoche, está por comenzar el programa y los duendes comienzan a volar.

–¿La con­tra­ca­ra de Biel­sa es Bian­chi?

–Sí, a lo me­jor Bian­chi es más elás­ti­co. Ha­bríaque ver có­mo fun­cio­na­ría en una Se­lec­ción. Pe­ro me pa­re­ce que él oye, que tie­ne oí­do. Es muy di­fí­cil que un ju­ga­dor sea ce­rra­da­men­te ne­ga­do por Bian­chi, es muy di­fí­cil. Des­de lue­go, co­mo to­dos los téc­ni­cos ten­drá –y tie­ne de­re­cho– sus me­te­jo­nes, que de afue­ra no se en­tien­den, pue­de ser…

–¿Vol­ve­mos a la Se­lec­ción?

–Yo la veía co­mo un equi­po que ca­re­cía de to­da sor­pre­sa. La sor­pre­sa no quie­re de­cir ca­mi­nar con las ma­nos. En el fút­bol se tra­ta de en­con­trar al­gún res­qui­cio en el an­da­mia­je ri­val, es de­cir pro­du­cir un efí­me­ro de­se­qui­li­brio. Nun­ca du­ran mu­cho los de­se­qui­li­brios y me­nos aho­ra. Es­to se con­si­gue con al­gu­na ju­ga­da sor­pre­si­va. La sor­pre­sa es a ve­ces un to­que, abrir las pier­nas y de­jar­la pa­sar, lo no es­pe­ra­do; ge­ne­ral­men­te es hi­ja de la su­ti­le­za… del ama­gue… Fin­gir que uno va a ha­cer una co­sa y ha­cer otra, y a ve­ces de la so­la ha­bi­li­dad, por ejem­plo, de una gam­be­ta. Cuan­do un equi­po no tie­ne eso, por­que los ju­ga­do­res no es­tán do­ta­dos de esa des­tre­za, es muy di­fí­cil pe­ne­trar. Y el equi­po ar­gen­ti­no era muy to­zu­do. Vos veías ca­rri­le­ros que lle­ga­ban has­ta el fon­do y mi­ra­ban el área ri­val don­de ya es­ta­ban los ti­tu­la­res, los su­plen­tes y has­ta los hin­chas. En­ton­ces ti­ra­ban un cen­tro, un cen­tri­to, un cen­tra­zo, y en eso al­gu­no la me­tía. En ge­ne­ral, no es así; Bra­sil no ju­ga­ba así. Hay ju­ga­do­res que tie­nen po­ca ima­gi­na­ción… y en ge­ne­ral pa­ra ju­gar en la de­fen­sa no hay que te­ner tan­ta ima­gi­na­ción, pe­ro cuan­do ata­cás sí. Yo aho­ra jue­go de de­fen­sor, pe­ro en rea­li­dad era un 10 o un 9...

–Y ade­lan­te hay que te­ner...

–Se re­quie­re un po­co de gra­cia. Pro­ba­ble­men­te sí. Yo no sa­bía de qué ju­ga­ba Te­vez: pa­re­cía que ju­ga­ba de en­gan­che, me pa­re­cía que no te­nía gol. No sé si es mé­ri­to de Bian­chi, pe­ro... Uno mis­mo sa­be que a ve­ces un ju­ga­dor cam­bia de ren­di­mien­to per­so­nal por­que cam­bian los com­pa­ñe­ros, es­tá ro­dea­do de otros ti­pos. El fra­ca­so de al­gu­nos ju­ga­do­res en Es­pa­ña o en Eu­ro­pa tie­ne que ver con eso. Vos ju­gás en Ri­ver, sos Alon­so o D’A­les­san­dro, y te la dan a ca­da ra­to, fla­co. Y Ri­ver ata­ca y bus­ca el par­ti­do en cual­quier can­cha. Vas a ju­gar al Vi­lla­rreal y cuan­do li­gás la pe­lo­ta, hay que ver quién te la da, có­mo te la da, si vie­ne a 40 me­tros de al­tu­ra, có­mo la ca­zás. ¿Có­mo les de­cís a to­dos los que es­tán en la can­cha: “Mi­ren, yo jue­go bien, pe­ro ne­ce­si­to un ti­po que me la de­vuel­va re­don­da”? Al­gu­nos pue­den ju­gar así, pe­ro no son Alon­so ni D’A­les­san­dro.

–Es co­mo si te cam­bia­ran a Stro­nat­ti.

–A mí me han cam­bia­do a Stro­nat­ti al­gu­na vez. No voy a de­cir la ra­dio, pe­ro he tra­ba­ja­do con mu­cha­chos de gran mé­ri­to, que cuan­do me la ti­ra­ban, yo te­nía que ir a bus­car­la. Y eso su­ce­de mu­chas ve­ces...

–Ul­ti­ma pre­gun­ta. ¿No sen­tís a ve­ces que lo que re­ci­bís, o sea el ca­ri­ño de la gen­te, la ad­mi­ra­ción, es una es­pe­cie de mi­la­gro?

–No sé, no es tan sen­ci­llo, pe­ro es­tá bien: lo que vos me de­cís es un ejer­ci­cio di­fí­cil. Pri­me­ro in­ten­to ser cau­te­lo­so en to­da cla­se de apre­cia­ción que pue­da te­ner de mí mis­mo. Tra­to de re­ci­bir la mo­des­ta no­to­rie­dad que ten­go con des­pa­cho en di­si­den­cia. Quie­ro de­cir que tra­to de no creér­me­la y, por el con­tra­rio, te lo ju­ro, tra­to de me­re­cér­me­la. Me pu­sie­ron un nue­ve… a lo me­jor no lo me­rez­co, pe­ro bue­no: va­mos a me­re­cer­lo.

 

Un recuerdo imborrable: el día que dolina conocio al Diego

En octubre de 1996 se estrenó El Día que Maradona Conoció a Gardel. Dolina admite que fue uno de los momentos más importantes de su vida y cuenta lo que significó para él llegar a compartir una filmación con El Diego.

 

Yo he fil­ma­do una pe­lí­cu­la con Ma­ra­do­na de la que no quie­ro acor­dar­me. La pe­lí­cu­la era muy ma­la… La idea era es­tu­pen­da, pe­ro no se pu­do ter­mi­nar, ésa es la his­to­ria: se la ató co­mo se pu­do y que­dó co­mo que­dó. Die­go de­jó de ir y hu­bo que ter­mi­nar­la a co­mo die­ra lu­gar, por­que fil­mar una pe­lí­cu­la so­bre Ma­ra­do­na sin Ma­ra­do­na es im­po­si­ble. De Gar­del, por lo me­nos, ya sa­bía­mos que no iba a es­tar…

Tu­vi­mos al­gu­nos en­cuen­tros muy gra­cio­sos con Die­go. Fil­ma­mos en Pun­ta del Es­te y me lle­va­ba en su ca­mio­ne­ta a las dos o tres de la ma­ña­na, no ha­bía na­die y siem­pre ha­cía­mos el mis­mo chis­te: “Fra­ca­so to­tal en es­ta tem­po­ra­da”, de­cía­mos, co­mo si es­tu­vié­ra­mos ha­blan­do por ra­dio. Y ten­go una his­to­ria muy lin­da: 3 gra­dos ba­jo ce­ro, dos de la ma­ña­na. Es­ta­ban fil­man­do en un bar. Die­go y yo abría­mos la puer­ta y en­trá­ba­mos. Y, co­mo ha­bía que re­pe­tir, na­tu­ral­men­te nos man­da­ban afue­ra y es­pe­rá­ba­mos una se­ña que siem­pre tar­da­ba mu­chí­si­mo… Bue­no, ya nos ha­bían he­cho sa­lir co­mo cua­tro o cin­co ve­ces, uno nos lla­ma­ba y en­trá­ba­mos. Es­tá­ba­mos ahí muer­tos de frío y en eso Die­go me mi­ra y di­ce: “¿Y si nos va­mos?”. Y nos aga­rró un ata­que de ri­sa ima­gi­nan­do la si­tua­ción: el tipo ha­cien­do la se­ña y no en­tra­ba na­die…

 

Imagen Sonriente junto a Diego Armando Maradona y Claudia Villafañe.
Sonriente junto a Diego Armando Maradona y Claudia Villafañe.
 

Pe­ro yo se­ña­la­ría al­gu­nas co­sas que me lla­ma­ron ­la aten­ción es­pe­cial­men­te. Lo pri­me­ro es có­mo se ex­pre­sa. El no tie­ne los vi­cios de su ge­ne­ra­ción: uti­li­za las pa­la­bras co­rrec­ta­men­te…  Yo dis­fru­té mu­cho ha­blan­do con él, me dio la im­pre­sión de ser un ti­po muy in­te­li­gen­te. El len­gua­je es el pen­sa­mien­to y Die­go se ex­pre­sa muy bien. La otra co­sa es que can­ta muy afi­na­da­men­te: me can­tu­rreó al­gu­nos te­mas y yo, que soy mú­si­co, cap­té que el ti­po afi­na­ba. In­clu­so yo es­ta­ba pre­pa­ran­do un dis­co: “¿No que­rés que te gra­be al­gu­na co­sa?”, me propuso. Le di­je que sí, pe­ro no me pare­ció ati­na­do re­cor­dar­le aque­lla pro­me­sa y an­dar pos­tu­lán­do­me na­da más que pa­ra ano­tar un gar­ban­zo co­mer­cial a cuen­ta de la ge­ne­ro­si­dad de Die­go. Así que no, no lo lla­mé.

Es, cier­ta­men­te, uno de los gran­des per­so­na­jes del mun­do y una per­so­na que cuen­ta con mi ad­mi­ra­ción. Re­cuer­do que fui­mos a co­mer con los chi­cos al Hin­dú Club y creo que fue un mo­men­to inol­vi­da­ble, qui­zá más pa­ra mis hi­jos que pa­ra mí. Sí, fue im­pre­sio­nan­te. Muy fuer­te.

 

 

Por Carlos Irusta (2003).

Fotos: Maxi Caivano y Archivo El Gráfico.