¡Habla memoria!

1988. El tiempo no pudo llevarse al Mono Gatica

A veinticinco años de la trágica muerte del Mono Gatica, El Gráfico recordó al gran boxeador que gozó de una inmensa popularidad y que murió de una manera absurda.

Por Redacción EG ·

18 de marzo de 2020

Sólo uno o dos de todos aquellos que escribieron sobre el Mono Gatica se acercaron a la verdad de lo que era su auténtico carácter y lo que fue su vida. Siempre me resultó evidente que ninguno de los que pontificaban acerca de su "resentimiento" y su "agresiva hosquedad" jamás lo habían tratado con intimidad y únicamente cometían delirios de archivo en procura de hacerse los sabiondos sin suicidio y a su costa. Por tal motivo, ante tanta estulticia, yo que lo conocí a fondo, fui su amigo y lo quise, en homenaje al recíproco afecto y a la justificada comprensión que sentí por el móvil de todos sus actos (los buenos y los malos), me vi obligado a escribir su vida para exponer con autenticidad los pro y contras de su endiablado comportamiento.

Me animo a afirmar que, sin duda, fue el personaje más controvertido del boxeo argentino. Se constituyó en un ídolo descomunal sin tener la comunicativa simpatía de Justo Suárez, el depurado estilo de Raúl Rodríguez o la tenacidad e irreprochable conducta de Alfredo Prada. Ni siquiera llegó a campeón. Sus desplantes en gestos y vestimentas constituían un medio para eludir el acose de los fanáticos de boxeo. Aunque en algunos aspectos cuidaba su estado atlético, jamás empleó en ello un exhaustivo rigor y, siendo un notable pugilista, la fiereza en el ataque imperó sobre su clasicismo boxístico. Buscaba permanentemente el choque en procura de demoler, de aniquilar. Y este despliegue fue tal vez, en una profesión donde son más los que se cuidan escapando que los que se juegan a suerte y verdad, lo que le acreditó el fervor de la muchedumbre.

Imagen José María Gatica nació el 25 de mayo de 1925 en Villa Mercedes, San Luis.
José María Gatica nació el 25 de mayo de 1925 en Villa Mercedes, San Luis.

Repitióse, como un calco, la parábola de su vertiginoso ascenso desde la pobreza con la consecuente caída en un ocaso de miseria y desazón. Absurdo. Nada de eso fue cierto. Sus últimos años los vivió en una cómoda casita de La Plata rodeada de verde, con el comprensivo y tolerante amor de Rita, su tercera esposa, y sus hijas. Y siempre, desde su eterno y picaresco peregrinar tras el abandono del ring hasta el postrer conchabo como sonriente y atento recibidor de clientela en una cantina donde alternaba con los comensales en repetidos y afectuosos brindis, se sintió ídolo hasta la muerte.

 

Imagen El funeral multitudinario de José María Gatica.
El funeral multitudinario de José María Gatica.
 

En aquellos años del '40, debido a mis habilidades como bailarín y cumpliendo una más de las muchas ocupaciones a que obligaba la mishiadura de la época, yo había recalado en uno de los certámenes de baile que los hermanos Cordone, célebres periodistas, realizaban anualmente en el Luna Park durante el verano y en los días de semana. Allí hacía de todo. Desde adscripto a la organización, en un nivel de tan dudosa jerarquía como la que ostentaba mi amigo "el Mingo" en su programa de Canal 11, hasta reclutar volátiles damas en el cercano Salón Lavalle (luego gimnasio) o subir al tablado cuando era imprescindible completar el lote de participantes que se lanzaba a competir en cada ronda.

Observé entonces que al terminar una de esas sesiones de lucimiento danzante, desde la platea el Mono Gatica me dirigió por primera vez la palabra. En mi permanente tránsito por las instalaciones del Luna, me había cruzado con él repetidas veces sin que, como ocurría con todo el mundo, me dirigiera ni una fugaz mirada. Pero, según supe después, lo había impactado como bailarín. Y fue así que, ante mi sorpresa, lo escuché decirme:

-Cuando terminés con esta payasada, te venís a bailar conmigo.

Confieso que me asusté. Los allí presentes, conocedores de su inveterada incomunicación, observaban la escena con idéntico pasmo. Pensé que sería una cargada y, la verdad, no sabía cómo salir del embrollo. En la milonga, cualquier entuerto similar se resolvía a los bollos. Pero, con la fama del Mono, tal retruque significaba suicidio. Me levantó el ánimo el comprobar que no lo secundaba nadie, que todos vivían mí mismo asombro. Bajé lentamente del tablado y me le acerqué despacio, pero antes de que yo abriera la boca, continuó: "Largá todo y vamos a bailar a Picadilly que nos rodeaban, espectadores de pie, o sea de garrón, constituían por su atuendo una especie de Corte de los Milagros. Me miraban como si me hubiera sacado la Grande, pero a mí la inesperada aventura no me hacía la mínima gracia. Pensaba, dada la nefanda leyenda que circulaba, que a la primera diferencia de opinión yo podrá terminar con la mandíbula escoñada. Pese a la envidia que veía despertar alrededor, no era negocio. Busqué una salida que no estaba muy lejos de la verdad: A mí no me alcanza la guita para ir al Picadilly". No sirvió de nada. Me respondió: "No importa, yo soy el que invita." Lo dijo en un tono bajo, evitando ser escuchado por otro que no fuera yo. Y esa mesura me calmó en parte.

 

Imagen Gatica vs Thompson. 12-7-52.
Gatica vs Thompson. 12-7-52.
 

No todos quizá lo recuerden: Picadilly era una confitería bailable ubicada en Corrientes y Paraná, es decir, a 14 cuadras del Luna. Cuando lo vi trepar decidido la empinada cuesta inicial, le sugerí suavemente que tomásemos un tranvía. Para qué, me dijo, caminar hace bien a los músculos, es un entrenamiento. ¿De qué me servía a mí el entrenamiento fuera de la peligrosidad de que me abriera el apetito? Pero, como tampoco estaba dispuesto a suscitar el mínimo conflicto en nuestra relación y la prueba no era la de ir caminando hasta Luján, entré a seguir su ritmo de la mejor forma que pude.

La experiencia resultó fascinante. Lo vivido en esa sola noche evidenció por completo el carácter del Mono: un ser en orfandad, carente de ternura y ansioso de ella, que se automarginaba, que sentía tanto temor del contacto con la gente como la gente lo tenía de él. Pidió un whisky. Y yo, que de alcohol ni una pizca, elegí un refresco. Cuando nos trajeron las bebidas, me apuntó casi con temor a mi rechazo: "El whisky tomátelo vos y a mí dejame el refresco". Quise cambiar las copas pero me detuvo: "No, tomátelo pero dejá el vaso frente a mí". ¿Era para dar apariencia de tipo duro? Muy pronto, esa apariencia se derrumbaría. Apareció una chica que, como en las películas norteamericanas, nos ofreció cigarros y cigarrillos en una bandeja. Tomó un habano, lo encendió y se puso a dar bocanadas como si fuera el banquero Morgan en una reunión de directorio en Wall Street. A través del espeso humo vi la figura del maitre, un hombre que doblaba nuestros apenas pasados veinte años, reprochándolo: "Señor Gatica, usted no debe fumar ese cigarro ni beber whisky. Usted es la esperanza de nuestro boxeo para conquistar un título mundial."

Yo me preparé a verlo volar de un piñazo, pero en cambio, evidenciando sentir la amonestación, el Mono explicó anodado: "No, señor, no lo fumo". Y arrojando una espesa bocanada, agregó: "Sólo tiro el humo, ¿ve?"

 

Imagen Gatica saluda a Juan Domingo Perón.
Gatica saluda a Juan Domingo Perón.
 

Aquella noche de farra resultó un fracaso total. En cuanto él miraba hacia alguna damisela para invitarla a bailar mediante un cabeceo, ésta se daba vuelta como impulsada por un resorte. Lo mismo me ocurrió a mí cuando intenté hacer lo mismo. Imaginé que su fama de agresivo se había diseminado por los cuatro rumbos del país hasta difundir el pánico que ahora comprobaba. El Mono, tal vez acostumbrado, no parecía sentir los efectos del horrible aislamiento. En canchera pose seguía lanzando volutas de humo y simulando beber whisky, como si fuera un rey presenciando la diversión de sus vasallos.

O yo estaba equivocado o esa pose, al igual que el detenerse petulantemente en una esquina para exclamar "yo soy Gallo", era sólo un disfraz, la armadura que se colocaba para enfrentar ese acose de la gente que no podía resolver con palabras.

Era una situación que yo ni nadie podía haber imaginado jamás y que sólo podía advertirse en un contacto personal como el que estaba viviendo. Lo comprobé del todo cuando, al despedirnos casi me rogó que al día siguiente fuera a buscarlo al gimnasio. "Mañana vamos a ir a bailar a La Academia —me dijo como explicando el fracaso—, allí comerás los tickets y las minas tienen que bailar quieran o no quieran.”

 

Imagen Gatica vs Martinez.
Gatica vs Martinez.
 

El gimnasio del Luna se llamaba Royal Club y estaba ubicado en un sótano cuya rampa de acceso salía a un portón que se hallaba ubicado en Bouchard, justo frente a la puerta de entrada   del ring-side. Mientras subíamos   la cuesta rumbo a la calle, descubrí una nueva faz de su carácter cuando me dijo por lo bajo: "Ahora vas a ver cómo broncan los jovatos". Una vez en la vereda se paró a observar a los cuatro o cinco veteranos boxeadores que, recostados contra la pared de enfrente, despuntaban el ocio cobijados bajo el último solcito de la tarde. Entonces, les gritó: "¡Los saluda José María Gatica, el mejor boxeador de todos los tiempos!" Después, sin volver la cabeza y con una sonrisa que manifestaba su goce interior, comenzó a caminar hacia el bar de la esquina acompañado de las innumerables cuchufletas y sonidos que en cornetita le lanzaban los viejos pugilistas.

Por la noche, en La Academia, bailó cerca de doscientas piezas. Eran cortas, apenas pasaban del minuto, pero había que bailarlas. Yo, que estaba superhabituado, a las cien ya estaba mirando para el rincón pidiendo la toalla. Pero él seguía ufano como si sólo se tratara del principio. Si esta agobiante maratón era lo que en los corrillos del Luna se mencionaba como vida disoluta o calavera, algo en mi cabeza no andaba bien.

 

Imagen Gatica vs Camilo Astorga. 12-2-54.
Gatica vs Camilo Astorga. 12-2-54.
 

También aquí, una vez más, el Mono volvió a demostrarme su timidez. "Peleo dentro de quince días —me contó medio angustiado—, y hoy es el último día que me queda para tirarme una canita al aire, ¿entendés? Trató de ver si podés enganchar alguna percanta para salir..." El acuse lo entendí sobradamente, pero, ¡qué encomienda me encajaba! Ese tipo de laburito apenas si lo sabía hacer a mi favor, ¡cómo iba a lograrlo para otros! Pero la celestinesca aventura cobró impulso ante el desasosiego que veía en el Mono. Había algo que no se podía conseguir a las piñas volteando profesionales sobre el ring como si fueran muñequitos. Me agrandé. Si lograba la hazaña de conseguirle ese retazo de mimo, aunque en un escenario distinto del cuadrilátero, ganaba puntos, me hacía cartel. Escaso de pinta y de audacia, me veía con poca chance, pero igual apechugué contra el cansancio de la intensa milongueada y volví a recorrer el vasto espinel de bailarinas buscando el desahogo tan urgido por el Mono. El resultado fue desastroso. Se había corrido el rumor, el siniestro chimento, de que después del affaire la elegida cobraba tupido y ninguna quería acoplarse al funesto programa del amor con biaba.

Garantizo que ante el panorama de ser cómplice de un crimen, me achuché. Pero la desolación no fue tanta como para considerarme vencido. Por una de las muchachas supe que la mecha de la bronca había sido una a la que el Mono, como venganza por su rechazo, le había vaciado sobre la cabeza una bolsa conteniendo cien pesos en moneditas de cinco centavos. Dos mil níqueles que luego se desparramaron por la pista provocando carcajadas que silenciaron a la orquesta y lograron lo que jamás ocurría: detener el incesante transcurrir de las piezas. Era un escándalo que ni Mandrake podía borrar en una noche. Inventando un pretexto sobre una calle donde era posible realizar ese tipo de levante, arrastré la abatida figura del Mono hacia el guardarropa en procura de su sobre-todo. Mientras esperábamos nuestro turno, descubrí que una de las dos veteranas que lo atendían lo miraba al Mono con una sonrisa llena de ternura. Se me prendió la lamparita y una idea maléfica o, según como se mire, benéfica, me cruzó el bocho. Me di vuelta hacia el acongojado Mono y le dije lo más rápidamente que me fue posible: "¿Te gusta la veterana esa que sonríe?”

Imagen El rércord del Mono es de 96 peleas, con 86 triunfos (72 por KO), 7 derrotas, 2 empates y una vez no presentado.
El rércord del Mono es de 96 peleas, con 86 triunfos (72 por KO), 7 derrotas, 2 empates y una vez no presentado.

Lo de veterana era una sobredimensión de mi óptica veinteañera. La buena mujer debía tener entre 35 o 40 años, lo cual hoy me parecería un banquete. Pero en aquella edad me la imaginaba como la esposa mayor de Matusalén. El bajó la vista y, como obnubilado, acotó con voz de zócalo: "Sí, dale, arregla. Faltan quince días y tiene que ser hoy". A todo eso, la señora nos miraba como si fuéramos de otro planeta. Apenas le pregunté si era de su agrado venir a tomar un cafecito con el Mono, avisó a la compañera que saldría un momento y, con un rápido movimiento, cachó su tapado. Del apuro por seguirnos saltó sobre el pequeño mostrador. Se había hecho. Ya en la calle, la mujer detuvo un taxi y lo metió al Mono adentro de un empujón olvidándose por completo de mí. Con la urgencia, también abandonaron el sobretodo del Mono que colgaba de mi brazo. Me vino como Dios. Él era más chico y el abrigo me apretaba por todos lados, pero el frío que se había desatado era tan siberiano que el regalo apareció como del cielo para que yo también ligara algo de calor.

A menudo llegaron a mis oídos anécdotas que lo pintaban casi como un infradotado. Recuerdo un par de ellas: Gatica va al cine con un amigo y, al ubicarse en la butaca, ve que en la pantalla ruge el león de la Metro. Diciendo “esta película ya la vi", el Mono se levanta y se va. En otra ocasión, un manguero se acerca a pedirle una entrada para la pelea. Gatica le contesta que ya las dio todas, que se le han acabado. El otro le protesta: ¿Cómo que se te han acabado?... “Allí en el Luna están dando a mansalva." El Mono vuelve sus pasos, entra a la administración del estadio y reclama: "¿Qué pasa aquí?... ¿A mí me niegan más entradas y le están dando a Mansalva?"

 

Imagen Gatica vs Angel Olivieri. 26-9-51.
Gatica vs Angel Olivieri. 26-9-51.
 

Jamás me tocó presenciar una tontería semejante. Alfonso Senatore, que fue un boxeador descomunal de aquella época, me confesó que en la pelea que le ganó a Amelio Piceda nunca supo qué ocurrió después del tercer round y que cuando llegó a los camarines preguntó en qué vuelta había perdido. Este hecho es más que común en los combates. Alfredo Catoira, que entrenó a Gatica durante un tiempo, me contó que en las peleas jamás perdía la lucidez y sabía muy bien en qué round estaba y cómo iban las cosas. Una vez —me informó— el Mono peleaba con Angel Olivieri, y su gran amigo el Chaucha se lo había jugado todo a que le ganaba antes de finalizar el quinto round. La pelea resultó pareja en los tres primeros asaltos y, ya en el cuarto, estaba definida sin que Gatica rubricara su trabajo de demolición. Cuando volvió al rincón, Catoira le pidió que la terminara de una vez, que no siguiera jugando “Vamos al quinto, ¿no?", preguntó Gatica observando el rostro nervioso del Chaucha en el ring-side. Sí, al quinto, afirmó el manager. El Mono volvió al combate y dejó pasar el round sin hacer nada por liquidar el entuerto. Volvió al banquito observando la desmayante palidez del Chaucha y matándose de risa. Algunos periodistas, ignorantes de la pesada broma que José María le había hecho a su amigo, escribieron en sus crónicas que una vez más Gatica se había burlado del rival. Catoira cerraba su informe, expresando: "En el ring era una luz. Si hubiera sido así en la calle..."

Tenía el Mono bien diferenciados uno y otro sector. En el ring, el enemigo estaba claramente ubicado frente a él, no existían dudas. Abatirlo constituía el objetivo rotundamente determinado. En la calle pueden surgir múltiples golpes bajos, pero se hace difícil distinguirlos. Ese era su verdadero problema. ¿Cómo desenmascarar a alguien que se acerca pidiendo un favor o implorando una dádiva?, ¿cómo saber que los amigos con quienes jugamos a las cartas se hallan dispuestos a hacer trampas? Cierta faz artera de la vida obliga a transitar en desconfianza y el Mono era un niño inocente que sólo pensaba en hacer el bien. Vivía echando la mano a la cartera, preparado para ayudar a cualquier menesteroso o necesitado que se le cruzara en el camino. Las había pasado tan mal de chiquilín que sólo pensaba en mitigar la pobre situación de aquellos en los se veía a sí mismo en el pasado. Lamentablemente, para muchos, eso es ser otario.

 

Imagen Gatica vs Aceffe.
Gatica vs Aceffe.
 

Inquieto por la malevolencia que rodeaba a su persona, cumpliendo una negra leyenda que en mis años junto a él no pude comprobar, al escribir mi libro sobre el Mono completé mis recuerdos indagando entre muchas personas que lo conocieron íntimamente. En mayor parte, sus informes coincidieron con mi visión de su vida, pero también recogí datos que me asombraron. Lázaro Koci, que lo había descubierto en la Misión de Marineros de la calle Chile mientras se trenzaba sobre el cuadrilátero con hombres mayores que él, me habló de su afición a la bebida desde corta edad. Como lo tenía bajo su entera protección, lo sacó de los menesteres dadivosos que realizaba en la calle para mantener a su madre y sus hermanas recolectando diarios viejos por la mañana, vendiendo golosinas por la tarde y lustrando zapatos por la noche. Lo envió a trabajar como albañil con su suegro. Así se enteró de que en el almuerzo del mediodía, el Mono, pese a sus escasos 14 años, se liquidaba solo un litro de vino y la habría seguido si le hubieran puesto otra botella delante.

 

Imagen Pesaje antes de pelear con Ike Williams.
Pesaje antes de pelear con Ike Williams.
 

 

Imagen Gatica vs Ike Williams. 12-1-51.
Gatica vs Ike Williams. 12-1-51.
 

Imposible olvidar su casamiento en la iglesia de Pompeya. Habíamos alquilado sendos jackets a los que el Mono a toda costa agregó un sombrero de copa que no pude rechazar. También arrendó un colectivo para el cortejo y los parientes. Mientras viajaba, apretando la esplendente galera contra mi pecho, no podía sacarme de la cabeza la advertencia hecha por el empleado de la ropería: 'Si la galera se pierde o queda inutilizada, deben reembolsar doscientos pesos'. Yo, por aquel tiempo, apenas si ganaba 120 por mes. De sufrir algún accidente, me iba a tener que quedar de seña en la tienda por un largo tiempito. Y la catástrofe estuvo a punto de suceder. Atravesábamos el templo del regreso de la ceremonia al compás de una marcha, cuando al llegar a la mitad un griterío procedente del atrio me partió la sonrisa. Un grupo de personas vociferaba el nombre de Prada, eterno rival pugilístico del Mono, como si fuera la hinchada de Boca en una definición de campeonato contra River. No podía creerlo. Acercándome a José María le pregunté a qué podía deberse ese bochinche y el inconsciente, matándose de risa, muy suelto de cuerpo, me informó: "¿Y qué querés que griten si éste es el barrio de Prada?.." ¿El barrio de Prada?, medité aterrorizado. ¿Y la galera? ¿Cómo voy a hacer para atravesar esa turba de forajidos sin que la destrocen? Miré hacia los arcángeles esperando que alguno se volatilizara y acudiese a mi ayuda, pero todos siguieron en la piedra de que estaban hechos. Pensé en irme hacia el fondo de la iglesia y buscar una salida menos peligrosa, pero ya el malón había caído sobre mí repartiendo trompadas. De nada sirvió que gritase desesperado: "¡A la galera no! ¡A la galera no! ¡Peguen en la cara, cobardes!” Su obsesión era el sombrero de copa a lo Fred Astaire que yo, caminando agachado, cobijaba contra mi estómago. Al fin logré atravesar el tumulto y corrí velozmente a refugiarme en el salvador colectivo alquilado por el Mono. Revisé la galera y por suerte la encontré intacta. Me había salvado raspando de ter-minar como planchador o vaya a saber uno en qué otra situación oprobiosa.

Claro que la fiesta, en el club de barrio que habíamos contratado al efecto, también tuvo sus bemoles. La flamante esposa de José María trabajaba en un circo y había invitado a todos los artistas. Esa asistencia hacía que el casamiento se pareciera a una película dirigida por Fellini. Sólo faltaba Aníta Ekberg, pero su presencia estaba suplantada por las robustas formas de la mujer barbuda. Como me tenía por bastonero del festejo, el Mono andaba detrás de mí preguntándome en qué momento debía fugarse. Cuando se apaguen las luces, le respondí. ¿Y cómo hago para salir en la oscuridad? Cuando haga la señal al electricista, yo te agarro de la mano y te saco. Como el protagonista de "El casamiento de Chichilo", Gatica estaba apurado. En aquellos tiempos, los novios no solían plasmar su unión antes de consolidarla en el Registro Civil y él era uno de ellos.

 

Imagen Gatica vs Karadagian. 12-11-63.
Gatica vs Karadagian. 12-11-63.
 

Cuando llegamos al taxi que los esperaba y que manejaba uno de los amigos del café, encontré que ya estaba ocupado por la madre de la novia. "¿Qué hace aquí, señora?", le pregunté. 'Debo acompañarlos porque la puerta de nuestro departamento tiene una cerradura difícil y no la van a saber abrir", me contestó. Como la madre de Gatica nos había seguido, dijo que si viajaba la señora, ella también tenía derecho a acompañarlos. Debió de ser la única fuga de novios en el mundo acompañada por sus respectivas suegras.

A más de cuarenta años de todo aquello y aunque jamás llegó a campeón, jóvenes y viejos siguen teniendo presente su nombre. El encono que concitó en parte del público se debió más a la identificación política expresada en la bata que le regalaron con esos fines que a sus desplantes bullangueros. Desde Ringo a Cassius, muchos boxeadores los utilizaron con fines promocionales y nadie los odió, ni se sintió molesto. Yo guardaré siempre el recuerdo de su cordial amistad, de su darse totalmente sobre el ring, de cómo intentaba ayudar a la gente en banda, de la multitud que se ponía de pie para ovacionarlo en todas sus peleas.

De muy pocos se puede decir lo mismo.

 

 

Por JORGE MONJES (1988).

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