¡Habla memoria!

Historia del fútbol argentino, por Juvenal. Capítulo XII (Mundial 86, parte II)

Triunfo ante Uruguay en ¨La batalla del Río de la Plata¨, la Mano de Dios y el gol mejor gol en la historia de los Mundiales. Victoria ante Bélgica y la ansiada vuelta olímpica tras el triunfo ante Alemania en la final.

Por Redacción EG ·

06 de enero de 2020

La batalla del Río de la Plata

Así la llamaban todos, en los días anteriores al clásico Argentina-Uruguay, que decidiría a uno de los clasificados para los cuartos de final del Mundial. Se restregaban las manos los rivales, pensando en que cualquiera de los dos grandes 'rioplatenses que triunfara lo haría al alto costo de varios lesionados y expulsados. Los uruguayos no venían con buenos antecedentes en materia disciplinaria en los partidos ante Alemania (1-1) y Dinamarca (1-6), pero, sobre todo, en el cotejo que decidió su angustiosa clasificación jugado ante los escoceses. Allí, el árbitro francés Joel Quiniou había expulsado por acción violenta al marcador lateral José Alberto Batista, cuando solamente transcurrían 53 segundos de juego. Los orientales defendieron la igualdad que los depositó en los octavos de final, pero no pudieron desembarazarse del concepto de mal intencionados con que se los había catalogado.

Era sin dudas una perspectiva preocupante la de enfrentarlos, más allá de la reciedumbre, inclusive. El único antecedente en campeonatos mundiales no nos era favorable, ya que los celestes nos habían superado 4 a 2 en la final del primer certamen ecuménico, disputado en Montevideo. Además, se trataba de un clásico, con todo lo que ello conlleva de imprevisible. En un partido de esa clase, los antecedentes futbolísticos casi des-aparecen, porque pasan al primer plano los factores anímicos y emocionales, y eso no nos convenía para nada, por la sencilla razón de que nuestro cuadro era el que estaba jugando mejor de los dos.

Imagen El gol de Pedro Pasculli a Uruguay, fue triunfo por 1 a 0 y pase a cuartos.
El gol de Pedro Pasculli a Uruguay, fue triunfo por 1 a 0 y pase a cuartos.

Se esperaba la guerra y se vio fútbol. No en todo el partido, ni por todos los participantes, es cierto. Lo mejor estuvo en la etapa complementaria. En el comienzo dinámico, seguro, agresivo de Argentina, que contaba con la inmensa tranquilidad de haberse ido al descanso en ventaja por 1 a 0, con gol conseguido por Pedro Pablo Pasculli a los 41 minutos. En esa reanudación, los argentinos manejaron a su antojo el trámite del cotejo. Apareció el mejor momento del equipo de Bilardo en la Copa, hasta ese momento. Lo que había sido un equipo bien plantado y bien estructurado hasta los últimos 35 metros del campo contrario, se transformó en una fábrica de espacios vacíos, cambios de ritmo, llegadas a fondo por izquierda y por derecha, posibilidades de penetración y rémate, repetida presencia de un hombre mano a mano con Fernando Alvez, el arquero uruguayo.

En esos 25 minutos iniciales de la segunda parte estuvimos para golear. Se comieron goles hechos Pasculli, ante hermosa entrega de Maradona, entrando por derecha y poniendo el pase rasante en la boca del arco; Burruchaga, a quien Pasculli dejó con todo el arco a su disposición luego de efectuar una gran maniobra por la izquierda; Maradona, pateando muy recto y permitiendo la tapada de Alvez; Valdano, servido genialmente por Diego en brillante maniobra de contraataque, por patear también al cuerpo del arquero, en vez de cruzarla al segundo palo, y aunque Maradona la puso adentro de arremetida, el juez italiano Luiggi Agnolín invalidó la jugada por plancha de Diego sobre Bossio; otra vez Valdano, porque luego de una perfecta jugada de Maradona-Burruchaga, su cabezazo pegó en Nelson Gutiérrez y se fue al comer. Un festival albiceleste hasta que la tormenta se cernió sobre el estadio Cuauhtemoc de Puebla, empezó a caer agua copiosamente y a llenarse el área argentina de zozobras, la mayoría de ellas elaboradas por Rubén Walter Paz, insólitamente destinado al banco por el técnico uruguayo Raúl Borrás. El ingreso del zurdo por el defensor Acevedo —de desafortunada participación en el gol argentino— fue vital para la levantada de los celestes. Ya estaba también en el anegado terreno el Polilla Da Silva, reemplazante de Wilmar Cabrera. Los orientales habían cambiado de planes. No más ollazos, ahora toque entre dotados, por más que las condiciones del campo dificultasen las buenas intenciones.

 

Imagen Diego grita el gol de Pasculli.
Diego grita el gol de Pasculli.
 

Hubo que agarrarse fuerte para soportar el chubasco futbolístico en me-dio de la borrasca y la visibilidad dificultada por la lluvia. El final de la lucha agigantó la presencia de Pumpido, quien debió jugarse varias veces ante las cargas de los orientales. Es cierto que fue un desenlace apretado y hasta angustiante. Pero en el balance global de juego y de situaciones, Argentina fue siempre superior, y ganó con total justicia por 1 a 0.

Ya se había superado holgadamente la mitad inicial de la Copa Mundial. Sin exponer todo nuestro potencial, nos encontrábamos entre los ochos mejores del campeonato, con la moral fortalecida por los triunfos y con un cuadro bien puesto sobre la cancha. Todavía sin la dinámica que fue desarrollando en los tramos definitorios de la hazaña, pero con una idea clara de lo que todos y cada uno debían hacer sobre la cancha, en defensa y en ataque. Se aproximaba Inglaterra, y si bien no estábamos para echar al vuelo las campanas de la euforia desmedida, sí mirábamos el porvenir con una razonable dosis de fe y optimismo. El equipo era otro, del cuerpo y del alma.

Nada que ver con el que había llegado a México casi dos meses atrás, con más dudas que certezas en el equipaje.

 

Ver a Maradona y después gozar

El rival para los cuartos de final era Inglaterra, otro adversario incómodo para nuestras previsiones. Por la implicancia de los factores políticos derivados de la guerra de las Malvinas lo cual llevó a que se volviera a hablar en lo previo más de la conflagración que de un simple partido de fútbol; y por la historia, que tampoco era nada halagüeña para nosotros en los enfrentamientos frente a los ingleses en campeonatos del mundo. Nos habían ganado claramente en Rancagua, Chile, en 1962; y también lo habían hecho en Londres, en 1966.

Imagen Salen los equipos a la cancha, Argentina e Inglaterra por el pase a semifinal
Salen los equipos a la cancha, Argentina e Inglaterra por el pase a semifinal

Bilardo realizó una variante que algunos no comprendieron en lo previo, pero que terminó siendo fundamental para el curso positivo de los acontecimientos. Lo sacó a Pasculli, goleador exclusivo ante los uruguayos, y lo puso al Negro Enrique. El otro cambio fue obligado, porque Oscar Alfredo Gané llegó al límite de amonestaciones, produciéndose el ingreso en su reemplazo de Julio Jorge Olarticoechea.

La cita fue el 22 de junio, en el estadio Azteca de México, el que nos recibía por primera vez con una marcada e inexplicable hostilidad. Los mexicanos apoyaban a Inglaterra, que tres días atrás, en esa misma cancha, había logrado su pasaporte para enfrentarnos, con un concluyente 3 a 0 sobre el aguerrido Paraguay de Adolfino Cañete y Roberto Cabañas.

Imagen Maradona saluda a Shilton, luego sería víctima de La Mano de Dios
Maradona saluda a Shilton, luego sería víctima de La Mano de Dios

El primer tiempo pasó sin novedad en el marcador, aunque con marcada preeminencia argentina en el trámite del juego. En el complemento empezaron a pasar cosas destinadas a figurar para siempre en el archivo histórico de los Mundiales. Corrían 51 minutos cuando Valdano peleó una pelota con el zaguero Fenwick. El rechazo del inglés salió contra su propio arco, habilitando el ingreso de Maradona, quien fue a buscar en lo alto, igual que el arquero Peter Shilton.

 

Imagen La mano de Dios.
La mano de Dios.
 

El legendario golero británico quiso usar sus manos y no se encontró con la pelota, que impulsada por otra mano, la de Dios, se metió, picando lentamente hasta el fondo del arco. Los ingleses corrieron desesperados, pidiéndole al árbitro tunecino Alí Bennaceur que cobrara lo evidente, pero el juez dio gol, marcando impávido el centro de la cancha, como si le estuviera vedado intervenir en los asuntos divinos. Argentina 1 a 0. Justicia por un atajo, quizás, pero rápidamente corregida y aumentada por el gol más fantástico que se haya convertido en los 14 mundiales, a lo largo de más de 60 años.

 

El gol de todos los tiempos

Héctor Adolfo Enrique le dio la pelota a Diego Armando Maradona a pocos pasos de la línea que divide en dos el campo. Diego recibe de costado, la para con la zurda y empieza su slalom mágico. Con un medio giro, elude al primer inglés, Beardsley. La pisa para atrás, se saca de encima a Reid y encara desde media cancha. Le sale Butcher, el genio amaga por afuera, engancha para adentro y sigue viaje. Butcher también, pero a contramano. Ahora le toca a Fenwick. Golpe de cintura, conducción perfecta y ya se lo avizora a Shilton. Diego tiene una fracción de segundo para dudar entre el remate directo o la gambeta para asegurar. Le cruza como un relámpago en la mente la imagen de una formidable apilada realizada por él mismo en Wembley, 1980. Aquella vez fue remate al segundo palo, apenas desviado. Ahora es gambeta, caricia de la pierna izquierda y gol de todos los tiempos. Se va a gritarlo contra el banderín del comer. La gente enmudece y delira, guarda silencio y estalla, impactada por ser testigo de un día universal, único, irrepetible.

 

Imagen Giusti corriendo ante los ingleses en México 86.
Giusti corriendo ante los ingleses en México 86.
 

Aunque costara, hubo que bajar del cielo del festejo por semejante joya, para seguir enfrentando a Inglaterra, por los cuartos de final del Mundial de México, sobre el pedestre suelo que transitamos los mortales. Claro que esos dos impactos no se reciben gratuitamente. Los británicos los sintieron en el alma. Se indignaron primero, con algún atisbo de violencia que la obra maestra posterior eliminó definitivamente. Dicen que el fútbol es contagio, y los ingleses, después de ver lo que vieron, empezaron a producir su mejores instantes del campeonato.

Imagen Diego está por convertir el mejor gol de la historia de los mundiales
Diego está por convertir el mejor gol de la historia de los mundiales

Ya estaba en la cancha John Barnes, un negrito que jugando como puntero izquierdo neto empezó a complicarle la existencia a la defensa argentina, que hasta ese momento había tenido un cómodo tránsito hacia la semifinal. Los desbordes del moreno creaban preocupación. Primero preludió el descuento de Gary Lineker, quien sólo tuvo que ponerle la cabeza a un perfecto centro de Barnes, y luego casi provoca el empate. Fue cuando en otra de sus escapadas, superó la línea de Pumpido y providencialmente la pelota pegó en la espalda de Olarticoechea.

 

Imagen La nuca salvadora de Olarticoechea
La nuca salvadora de Olarticoechea
 

Argentina replicaba, y en una fuga de Diego, Tapia quedó con todo el arco para él. Metió el derechazo feroz —tanto que se desgarró en el acto— y la pelota rebotó en la base del palo izquierdo. Es cierto que pasamos algunos momentos de real angustia que perdimos el orden defensivo, con los stoppers Cuciuffo y Ruggeri como verdaderos mastines sobre Lineker y Beardsley; que los centros, vieja especialidad británica, comenzaron a obnubilamos la resistencia; que en esos interminables nueve minutos postreros —a partir del gol inglés— empezó a ponerse más el corazón que la cabeza; pero, al fin de cuentas, la desorientación volvió a ser una ráfaga preocupante pero corta en extensión, mientras que todo lo otro —el cuadro de las ideas claras, la constante vocación de protagonismo, la búsqueda incesante del arco rival— era más importante a la hora del balance.

Llegó el final tan deseado, y comenzamos la vigilia por nuestro rival de semifinales. En un par de horas más jugaban Bélgica y España. Bilardo salió disparado hacia el aeropuerto. Para él los festejos se acabaron en la cancha. Se fue a Puebla a estudiar al próximo adversario.

 

Aplastamos a Bélgica

Ahora, Argentina es equipo en serio. Macizo atrás, ordenado en el medio, creativo y contundente arriba. Ahora es conjunto en la solidaridad permanente, en los relevos que salen, en algunos movimientos que Se adivinan incipientes pero efectivos.

Ahora es equipo, alrededor del genio desatado e incontrolable de Diego Armando Maradona. Las dos cosas unidas. Porque se gritan, porque se escuchan, porque se alientan, porque se ayudan, porque se protegen, casi como hermanos, más que como compañeros.

Genio y equipo; equipo y genio. Ellos y Carlos Salvador Bilardo, conductor meticuloso, obsesivo, implacable a la hora de pedir un esfuerzo más con la mayor de las legitimidades, porque es él el primero en dar el ejemplo, con noches en vela en la concentración del América, incluidas.

Argentina con su prestancia, con su jerarquía, con su tranquilidad, con su aplomo, transformó a uno de los partidos semifinales de la 13° Copa del Mundo en un mero trámite administrativo. Porque eso fue el cotejo. Un conjunto dominante, otro subordinado.

La diferencia en el campo estuvo desde siempre, pero para trasladarse a las redes del Azteca necesitó del enchufe de un Maradona monstruoso, en el pináculo de su formidable carrera futbolística.

A los 51 minutos marcó un golazo de su sello, quizás no valorado lo suficiente por la obra de arte consumada por Diego tres días antes, frente a Inglaterra, y por la hermosa segunda conquista ante los belgas, conseguida once minutos después de la apertura.

Héctor Adolfo Enrique fue por el lateral derecho, Burruchaga encaró, metió el pase recto, ahí llegó Diego, encimado, incómodo, a contrapié, para entrar y adelantarse a todos con un prodigioso toque del revés de su botín zurdo. Gol de lujo. 1 a 0.

 

Primer gol de Diego contra Bélgica.
 

José Luis Cuciuffo la ganó en media cancha, se la alcanzó, Diego arrancó dejando parados a rivales que parecieron conspirados para cortejarlo, fue, fue, ahí clavó llegando hacia su izquierda, el remate alto, terminante, letal. Gol espectacular. 2 a 0.

 

Segundo gol de Maradona a Bélgica.
 

 

Una lección de fe

Estábamos en una final del mundo por tercera vez en nuestra rica historia. Fuimos protagonistas de la primera, cayendo ante Uruguay, en Montevideo; y ganamos la undécima, ante Holanda, en 1978, haciendo justicia histórica con el viejo y querido fútbol argentino.

Estábamos ante la ocasión irrepetible de dejar una marca singular en el mapa de los tiempos. Costó tanto esfuerzo llegar hasta allí, hubo que vencer tanto descreimiento, tantas dudas propias y ajenas, tantos duros rivales, programados para ganar, como nosotros mismos.

Lo mejor de la instancia que vivimos los argentinos fue que ese equipo de cuestionados nos brindó un gran campeonato, pero antes que nada, nos dio una constructiva lección de fe.

 

Sí, bicampeones del mundo

Domingo 29 de junio de 1986. Argentina enfrenta a Alemania por la final de la 13° Copa Mundial. Los albicelestes llegan como favoritos, invictos y con el handicap de contar con un superdotado en vena creativa. Los teutones, dirigidos por el legendario Franz Beckenbauer, arriban en forma muy diferente. Habían superado su grupo clasificatorio con 3 puntos en 3 partidos: empataron con Uruguay, vencieron a Escocia y cayeron contra Dinamarca. En octavos de final le ganaron agónicamente al modesto Marruecos; en cuartos de final eliminaron a México por penales, en un mal partido que bien pudieron haber perdido. Se recuperaron parcialmente en la semifinal ante Francia, disputada en Guadalajara, donde jugaron 'mejor que su adversario, aunque haciendo pesar cuestiones históricas, más que un funcionamiento colectivo acorde con sus antecedentes. El conjunto dirigido por el "Kaiser" Franz no tenía nada que ver, en cuanto a calidad de jugadores, con aquellos formidables cuadros que él mismo supo integrar en sus tiempos como futbolista activo, cuando era capitán y patrón de las escuadras alemanas. Por Argentina salieron a la cancha: Pumpido; Cuciuffo, Brown, Ruggeri, Orlarticoechea; Enrique, Giusti, Batista, Burruchaga; Maradona y Valdano.

 

Imagen Los equipos salen al Azteca, la final está por comenzar.
Los equipos salen al Azteca, la final está por comenzar.
 

El gran árbitro brasileño Romualdo Arppi Filho pitó el comienzo y 100.000 personas sintieron en la piel el cosquilleo intenso y penetrante de estar ahí, en ese templo llamado estadio Azteca, asistiendo a la fiesta más grande del fútbol, que se vive sólo una vez cada cuatro años.

Movieron los alemanes, con la misma casaca verde que usaron cuando el equipo de Bilardo, en brillante exhibición, les ganara 3 a 1 en Düsseldorf, en 1984, el día que debutó Beckenbauer como técnico. Casi premonitorio para un viejo caballero como el entrenador de Argentina.

Muy bien parado el cuadro nacional desde el vamos, cumpliendo a la perfección el planteo pergeñado. Cuciuffo con Klaus Allofs, el hombre de punta con más traslación lateral del cuadro contrario. Ruggeri encima del viejo patriarca del fútbol germano, Karl Heinz Rummenigge, quien no llegaba al compromiso en su mejor condición física. Giusti apretando al manija adversario, el zurdo Félix Magath.

Sin dejarle ni siquiera tocar la pelota. El Tata Brown en el fondo, atlético y concentrado como en toda la Copa, y agregando el toque de heroísmo cuando al caer mal, se sacó el hombro izquierdo de lugar y siguió en la cancha erguido y orgulloso, con su brazo en cabestrillo.

Y fue precisamente él, el. hombre que conocía mejor que nadie a Carlos Salvador Bilardo, y el que más metido estaba en los afectos del técnico, el encargado de abrir el marcador, poniéndose las ropas del líbero moderno, ese que quita y sale, sumándose al despliegue ofensivo de su cuadro. Corrían 22 minutos, y Maradona obligó a Lothar Mattáus, su cancerbero, a cometerle una violenta infracción, sobre un costado del área, cuando Diego había tocado de taco para la subida limpia de Cuciuffo. Tarjeta amarilla para el infractor, tiro libre por Burruchaga, la cabeza impresionante de José Luis Brown para aprovechar la salida sin distancia de Schumacher y poner a Argentina 1 a 0 adelante.

 

Imagen Brown celebra sul en la final frente a Alemania, fue el primero
Brown celebra sul en la final frente a Alemania, fue el primero
 

Alemania estaba perdida, obnubilada, tensa. Esa dedicación obsesiva por anular al mejor jugador del mundo, sólo logró que se destapara su compadre, su lugarteniente en jefe: Jorge Luis Burruchaga, quien tomó la manija del equipo, para hacerlo jugar con el ritmo que él marcaba.

Apenas empezado el segundo tiempo, sin darle lugar a la esperada reacción germana, la Selección Nacional asestó un nuevo golpe, que parecía de nocaut. Salimos en contraataque con el escape del negro Enrique, quien habilitó a Valdano. Jorge encaró decidido para el área con el fundamento esencial de los goleadores de raza: los ojos bien abiertos para espiar hasta el mínimo movimiento del arquero. Cuando Schumacher dio el pase adelante para intentar achicarle el ángulo de disparo, el hombre de Las Parejas cambió el perfil a lo Labruna, y la cruzó al segundo palo, el festejo, cerca del banco, con todos apretados, sencillamente apoteótico. Parecía todo terminado. Pero con los grandes de verdad nunca se sabe, y Alemania, superada claramente en el juego y en el marcador, salió a jugarse el resto, aunque sea para dignificar una derrota hasta allí demasiado amplia para sus viejos blasones de gran potencia europea.

 

Imagen Valdano pone el segundo para Argentina
Valdano pone el segundo para Argentina
 

En el minuto 73, Enrique cedió un comer sobre la derecha. Lo tiró Briegel, Brehme la peinó a la pasada. La recibió Rummenigge, con dos argentinos clavados bajo los palos, y la tocó adentro. Estábamos para el 3 a 0 y nos teníamos que hamacar con el 2-1...

Alemania explotó la misma variante que Inglaterra. Los pelotazos aéreos eran nuestro talón de Aquiles. Y así llegó el empate. Faltando nueve minutos, con un cabezazo de Müller. Otra vez nos igualaban faltando menos de diez minutos para acabar la final del mundo. Igual que en el '78. En el banco, Bilardo pateó lo primero que se le puso al alcance. En la cancha, por suerte, las miradas cómplices de los muchachos se confabularon para el asalto final.

Otra vez Héctor Adolfo Enrique encarando, cuando le quedaban seis minutos al partido y se adivinaba la angustia y la agonía del suplementario El Negro estaba jugando la final con indeclinable vocación atacante, y con los mismos escasos complejos con que apilaba de pibito en los potreros de Loma Verde. Entregó a Maradona y surgió una jugada genial. El toque perfecto, el pase maestro del botín surdo de Su Majestad del Fútbol, Diego I de Argentina. Picó Burruchaga a su derecha. Pareció que la llevaba demasiado encima de Schumacher. Pero Burruchaga se sintió seguro. Eran su tarde, su momento, su final, esa que soñó en la canchita de Arsenal de Sarandí, donde debutó apenas cumplidos los 16 años.

No hay nada peor que un hombre fallándole a sus sueños, a sus fantasmas, desoyendo a las voces interiores que lo empujan a la gloria. Burru no falló, no podía fallar. Culminó la jugada como el definidor experto que es, quirúrgico, preciso, mortal para Alemania, vital para Argentina. La red se movió y 30 millones de gritos de gol barrieron las polémicas y los análisis rebuscados. Argentina era bicampeona del mundo, siendo fiel a sus ancestros, a su idiosincrasia de grande sin vueltas, a esa camiseta celeste y blanca que inauguró Jorge Brown con sus boys y volvieron a la cima los héroes del Azteca.

Imagen  Burruchaga estable el 3 a 2. Sería el resultado final. Uno de los goles más importantes en la historia de la Selección.
Burruchaga estable el 3 a 2. Sería el resultado final. Uno de los goles más importantes en la historia de la Selección.

Esa tarde, después del partido, el cuadro argentino volvió para festejar a la concentración del club América en el que se vivieron momentos de gran emoción, previas a la: partida del avión charter que habría de partir esa misma noche rumbo a Buenos Aires. Nadie pudo dormir durante el viaje: la alegría de los jugadores, sus cánticos, la Copa pasada de mano en mano, el júbilo por la conquista que alguna vez pareció imposible, hicieron que rechazaran hasta los somníferos que procuraba ofrecerles el doctor Raúl Madero, quien imaginaba una recepción espectacular en la Argentina y deseaba que los muchachos pudieran seguir, sin desfallecer, una jornada única.

 

Imagen Diego y la Copa.
Diego y la Copa.
 

Imagen Maradona y Giusti en andas, la Copa del Mundo en las manos del capitán
Maradona y Giusti en andas, la Copa del Mundo en las manos del capitán

 

Imagen Los campeones del mundo traen la Copa a Argentina
Los campeones del mundo traen la Copa a Argentina
 

Cuando el avión se posó en la pista del Aeropuerto Internacional de Ezeiza, pudo ocurrir un hecho desgraciado: la gente irrumpió de tal modo hacia lugares normalmente vedados, que la manga que conectaba la máquina con los pasillos hacia Migraciones, se movió de un lado hacia el otro y estuvo a punto de caerse, con consecuencias imprevisibles. Desde allí, la caravana hacia la Casa de Gobierno, con una multitud a la vera del camino aclamando a los campeones, quienes después de saludar al Presidente Raúl Alfonsín salieron a los balcones —a los famosos balcones de los grandes anuncios— y recibieron el homenaje maravilloso del pueblo que colmaba la Plaza de Mayo como reconocimiento inequívoco para quienes habían hecho vivir horas inolvidables.

 

Imagen El capitán baja con la Copa del Mundo entre sus manos
El capitán baja con la Copa del Mundo entre sus manos
 

Imagen En el balcón de la Casa de Gobierno, Giusti está al lado de Borghi y encima del querido profe Echevarría.
En el balcón de la Casa de Gobierno, Giusti está al lado de Borghi y encima del querido profe Echevarría.

Para Carlos Bilardo y su grupo de colaboradores férreos y cercanos (Carlos Pachamé, Raúl Madero y Ricardo Echevarría) ese fue el momento más extraordinario de sus trayectorias deportivas. Habían logrado más que una vuelta olímpica, más que un éxito futbolístico trascendente, más que una gloria circunstancial: habían conseguido que triunfara el ideal por el que lucharon mancomunadamente la vida entera, compartiendo gloria y fracaso, soportando críticas despiadadas, sorteando campañas malintencionadas que partieron desde diversos sectores —aún oficiales—, desafiando a los infaltables agoreros. Junto a ellos, otro hombre que tuvo mucho que ver en el triunfo porque fue el que creyó en Bilardo y en su gente y la defendió enfrentando grandes riesgos políticos: Julio Grondona, un tozudo conocedor y amante del fútbol, un hombre de objetivos claros, que se sumó a esta gesta aportando su experiencia, sus vinculaciones con los máximos niveles directivos mundiales, su pasión y su prestigio.

Argentina instalaba su nombre en lo más alto. Y para siempre.

 

 

Por Juvenal (1990).