Memoria emotiva

Infierno y gloria: Marcelo Vallejo

Un atleta que estuvo en la guerra. Un soldado que corre. Los dos hombres, superficie y abismo, conviven en Marcelo Vallejo, exveterano de Malvinas. Convencido en el 82 de arriesgar su vida por la Patria, la moneda de cambio fueron más de veinte años cayendo, saliendo y volviendo a caer en su propio pozo de drogas, alcohol, culpa y depresión. Se recuperó gracias al deporte y lo cuenta en un valiente monólogo.

Por Redacción EG ·

02 de abril de 2022

Nota publicada en la edición de abril 2012 de El Gráfico

Imagen VALLEJOS con las Malvinas en el corazón, en el tatuaje y en el alma. El deporte le permitió reinventar su vida. (Foto: Alejandro del Bosco)
VALLEJOS con las Malvinas en el corazón, en el tatuaje y en el alma. El deporte le permitió reinventar su vida. (Foto: Alejandro del Bosco)
 “Volver a Malvinas de esta manera fue volver de pie. Corrí con las imágenes de la guerra todo el tiempo y cuando llegué a un retome pude ver mi lugar y pegué un grito que me salió del alma: 'Amigos, acá estoy, ¡volví!'. Fui cuatro veces más acompañando a otros compañeros en su primer viaje desde el 82; me llevé una bici e hice los 90 kilómetros que separan Puerto Argentino de Darwin, donde está el cementerio; nadé en la Bahía San Carlos… Y todo eso lo pude hacer porque sentía la compañía de mis hermanos de combate. Fueron pequeños homenajes para los que quedaron en ese suelo. Hoy podría contar muchas más cosas de lo que pasó allí hace treinta años, pero también son muchas las cosas que pude cambiar. Puedo contar que en Malvinas corrí, anduve en bici, nadé y las caminé en paz. Mi lucha es porque tengo compañeros caídos allá. Tengo un compromiso con ellos de por vida, por haber sido yo el que sobrevivió. Muchos nacimos cuando ellos murieron. Siempre que termino una carrera despliego la bandera. Es mi forma de recordarlos y de recordar que las Malvinas son argentinas. ¡Honor y gloria a nuestros héroes!” l
“El día que se recuperaron las islas yo estaba en una herrería de obra que quedaba a dos cuadras de mi casa en el barrio San Jorge de Villa de Mayo, donde trabajaba desde los 15 años. Ese 2 de abril tenía 19 y hacía cuatro meses que había terminado el servicio ilitar, una dura instrucción en tierra en Mercedes, Provincia de Buenos Aires. Mandaban cartas de llamada, pero yo no esperé que me llegara, yo me presenté. Sentía que tenía que estar. Era un deber y lo hice con gusto.
Me fui enojado con mi vieja, casi sin despedirme. Le había dicho que me llamara a las 4 de la mañana, que era el horario en que sabía que había un tren que me llevaba hasta el cuartel. Me dejó dormir y me desperté a las 7. Me puse un pantalón, una remera, agarré los documentos y salí saludando mal. En la guerra esa pendejada me pesaba porque no sabía si la volvería a ver”.

“Pisamos Malvinas el 13 de abril. Fue emocionante. Al empezar a armar las carpas en ese lugar y con ese clima tan hostil nos empezamos a sentir soldados. Ya no era una práctica más del servicio militar. Recuerdo aquella caminata de casi 20 kilómetros hasta el Monte Williams, donde armamos nuestra posición hasta el final del conflicto. Llevábamos un mortero que pesaba casi 500 kilos empujándolo entre siete. La oscuridad, el viento, la llovizna constante, hacer el pozo para el mortero, cavar trincheras, cuidar nuestras carpas para que no se volaran... Puede parecer una tontería, pero estábamos en la nada. Mantenernos unidos nos permitió soportar no solo el clima sino los interminables bombardeos a partir de 1 de mayo. Compartíamos todo. El rezo del rosario todos juntos en la noche, las guardias, el abrazo cuando nos caían las bombas cerca, los puchos, la comida… Y no hablo de un montón de comida. A veces nos traían un guiso y a veces zanahoria hervida. Era muy poco para el frío que hacía. Siempre teníamos hambre. Una única vez nos llegó un mantecol. Nos metimos en la carpa, lo medimos con un palito y lo partimos en tres. Para no desperdiciar las miguitas que caían a la frazada las juntábamos con los dedos chupados”.

“Las cartas eran el único contacto con la vida. Si pasaba una semana y no nos llegaba nada de nuestras familias, nos daban las cartas que mandaban los chicos de las escuelas. Eso nos levantaba el ánimo. Conservo solo una, de una nena de La Plata, que me había quedado en el bolsillo del pantalón. Eran cartas que decían que estaban orgullosos de que estuviéramos defendiendo la Patria y todas cosas así. Nuestro orgullo y moral de estar luchando por nuestras islas siempre estuvo por sobre todo. Yo me iba a leer por ahí, solo, y después las compartía con los chicos agrandando un poco las historias. Mi familia nunca me mandó cosas. Pero porque yo nunca les conté lo que pasaba allá, que estaba mal, que nos ponían bombas. Les escribía que tenía ganas de comer un asado, pero nada más. Siempre les decía que yo estaba cien puntos”.

“Estaba en ese lugar para defender a la Patria hasta perder la vida. No me hubiera importado. El día a día de combatir nos iba preparando para ese momento. Uno siente odio porque caen compañeros. Yo estoy acá porque no me tocó. Pero a otro que estaba al lado mío, sí. Eso nos endureció. Nunca fuimos chicos. En Malvinas hubo hombres. Jamás vi llorar a un soldado o esconderse. Dieron hasta el máximo de sus fuerzas y nadie pidió nada a cambio.

Sergio Azcarate era mi compañero. Un ejemplo en nuestro grupo. Quiero nombrarlo porque él es nuestra historia, no yo. El y todos los 649 héroes nos enseñaron de sacrificio, de valor, de honor. Como dijo antes de caer, mostrándome unas municiones: 'Todavía tengo estas balas para estos hijos de puta'. Ese fue su último ¡Viva la Patria!

Sergio murió al lado mio. Yo estaba shockeado. Un cabo primero me zamarreaba y me decía que ya estaba, que no podía hacer nada más, que teníamos que irnos. Lo cubrió con una manta y lo dejamos ahí”.

“El regreso fue mucho más duro que la guerra por la indiferencia de los gobiernos y de gran parte de la sociedad. Sin entender nada y a los ponchazos, cada uno trató de rehacer su vida, pero ya no éramos los mismos. Yo extrañaba mi pozo, a mis compañeros, el viento, el olor de las islas. No encontraba interés de nadie: el partido ya había terminado. Nos decían 'los chicos de la guerra' y que no habíamos estado preparados. Ese fue uno de los golpes más duros. Ni siquiera hicieron un desfile para que la gente nos recibiera. Nos escondieron. Y yo me encerré. En mi trabajo me dijeron que ya habían tomado a otra persona, que yo era Gardel y que pronto conseguiría uno mejor. Me empecé a juntar con los Veteranos, con ellos me sentía bien. Nos encontrábamos en el Obelisco a la mañana para repartir volantes invitando a quien pasara a participar de nuestros actos. Muchos los agarraban y los tiraban. Nos trataban de locos. Cargábamos con la derrota, con la indiferencia, con el abandono, no teníamos atención médica ni nadie que nos preguntara ¿cómo se sienten?, ¿qué necesitan?”.

“Muchisimos Veteranos se quitaron la vida. Yo lo pensé varias veces. A pesar de tener a mi familia, salía, me emborrachaba y cada vez estaba peor. Me decía: 'Sigo de largo con el auto y me estrello'. No sé por qué nunca me pasó nada: de tan borracho no llegaba ni a la cama, dormía tirado en el piso del comedor. Tomar y meterme tanta droga en el cuerpo era una forma de matarme. Me sentía culpable, me preguntaba '¿Por qué no me quedé en las islas? ¿Por qué no me mataron a mi?'. Mi culpa viene de haber estado ahí con Sergio muerto y no haberlo podido llevar con nosotros, de haber perdido.
Tuve un trabajo en Ford hasta el año 2000, pero no pude conservarlo porque nada me importaba. Tomaba todo el tiempo y vivía vestido de soldado. Me internaron en el Hospital Militar durante cuatro meses. Me daban quince pastillas por día pero yo no quería que me borraran los recuerdos: en las paredes de la habitación pintaba los montes de Malvinas, el mortero...”.

“Un dia durante un viaje con Veteranos me tiré al Dique de Olta, en La Rioja, borracho y sin saber nadar. Otra vez me salvé. Me gustó y volví con la idea de aprender. Con 40 años no sería fácil, pero agarré un bolso y fui a la pileta del Club Muñiz, en San Miguel, a tomar clases. Solo yo sé lo que me costó nadar 25 metros seguidos. Iba todos los días y a los tres meses mi profesor me invitó a una competencia de 2 kilómetros en aguas abiertas, en San Pedro. Sabía un solo estilo y me iba para una costa y para la otra. Terminé último con todos los botes que cuidan a la gente, pero llegué. Fue una alegría enorme para todos lo que habían venido a alentarme, mi mujer Adriana, mis hijos Facundo y Juan Domingo, mis tres hermanas, mis amigos. Yo quería festejar con una cerveza. Miraba a todos con su agua mineral, con sus frutas, un mundo nuevo que yo no conocía, y me dije: 'Esto me va a salvar'. Era una soga, y la tomé.

Imagen EN 2004 corrió su primer triatlón: ciclismo, natación y carrera pedestre. Actualmente entrena seis veces por semana.
EN 2004 corrió su primer triatlón: ciclismo, natación y carrera pedestre. Actualmente entrena seis veces por semana.
Luego, hace ocho años, llegaron la bici y el atletismo. Había acompañado a mi hijo mayor a una competencia en San Antonio de Areco. Nos preguntaron a los padres si queríamos participar de esos 3 kilómetros. Me anoté, sufrí, me faltaba el aire, pero me atrapó. Empecé a entrenarme cada tarde como empiezan todos. Y me gustó el ambiente. En el 2003 me invitaron a una carrera de aventura en Los Robles, cerca de Moreno. Fui con una bici de tres cambios. Cuando vi las máquinas que tenían los demás me dio vergüenza bajarla de la camioneta. Hasta que tomé coraje y con mis pantaloncitos de jugar al fútbol me presenté en la largada. Solo quería llegar y salí 13º en la general. Eramos un montón”.

“No fue fácil dejar las adicciones. Es una lucha diaria con mil recaídas. La gente piensa que empecé a correr y se acabaron las drogas y el alcohol de un día para el otro. Había noches en que parecía que me levantaban de la cama, temblaba, me faltaba la cocaína. Resistía porque estaba medicado con el tratamiento que me daba el Ejército y de a poquito lo fui pasando. Por ahí cada 15 días me iba a la banquina. Me daba cuenta de que todo lo que me entrenaba, lo perdía en un fin de semana y trataba de no salir. Dejé de ir a los lugares donde antes me juntaba con los Veteranos. Y empecé a luchar por ellos corriendo con la bandera. Era mi forma de apoyarlos. Ya no más drogas. El deporte y gente que me ayuda y a quienes no les quiero fallar me dan la fuerza para seguir”.

“En el año 2004 vino mi primer triatlón. A partir de ahí y sin darme cuenta, iba mejorando y empecé a estar entre los primeros de mi categoría. Gané 4 campeonatos argentinos en distancia Medio Ironman –1.900 metros de natación, 90 kilómetros de ciclismo y 21 kilómetros de carrera–; un campeonato sudamericano; un campeonato bonaerense de duatlón; gané carreras en Chile y en Brasil; estuve en un podio en un campeonato mundial en Florida, Estados Unidos, con un cuarto puesto en el 2007. Corrí 3 mundiales. Corrí seis Ironman –3.800 metros de natación, 180 kilómetros de ciclismo y 42 kilómetros de maratón– en Brasil, México y Estados Unidos y pude bajar de las diez horas en las últimas tres carreras. Estuve a un minuto de clasificar para el Mundial de Hawaii y en abril voy a Sudáfrica, a buscar una nueva clasificación.

Me entreno seis veces a la semana con mi entrenador Diego Marquine: tres días nado 3.500 metros y corro entre 15 y 20 kilómetros, dos días hago 90 kilómetros de ciclismo, y los sábados hago un fondo largo de 120 kilómetros con la bici. Viajé y conocí países con la ayuda de mucha gente, sobre todo con la de mis amigos del Sindicato de Mecánicos, al que pertenecía cuando trabajaba en una fábrica de autos y en el cual tengo un montón de amigos de la vida.

Me pasaron cosas que nunca pensé que me podían pasar, pero siempre, siempre llevé mi bandera y nuestra causa”.

“Ahora lucho desde este lugar que también me dio la posibilidad de volver a Malvinas en abril del 2009, después de 27 años. Fui a participar en una maratón junto a otros dos Veteranos y junto a Marcelo de Bernardis -el primer argentino en correr en las islas- y a Andrea Mastrovinchenzo -la primera argentina en ganar esa prueba-. Una semana antes de viajar se me empezaron a borrar todos los recuerdos que había tenido tan presentes durante tantos años. No lo podía creer. '¿Qué me pasa? ¡Se me está olvidando todo!', me decía. Mi psicóloga me explicó que la mente se estaba preparando para el golpe de encontrarme con el lugar donde perdí a mis compañeros y donde me pasaron todas estas cosas que me marcaron la vida. Fue terrible. Cuando llegué a ese monte donde combatimos y donde perdimos a Sergio, la carrera pasó totalmente a un segundo plano. Creo que ni me enteré de que estaba en una maratón. Iba por el circuito, camino al aeropuerto, haciendo el mismo camino que había hecho el día que dejamos las armas, nos llevaron presos y nos tiraron a la intemperie sin carpa y sin frazadas, tapados entre ocho con un techito de nylon improvisado. Al final de esa carrera sentí una paz enorme”.

“Volver a Malvinas de esta manera fue volver de pie. Corrí con las imágenes de la guerra todo el tiempo y cuando llegué a un retome pude ver mi lugar y pegué un grito que me salió del alma: 'Amigos, acá estoy, ¡volví!'. Fui cuatro veces más acompañando a otros compañeros en su primer viaje desde el 82; me llevé una bici e hice los 90 kilómetros que separan Puerto Argentino de Darwin, donde está el cementerio; nadé en la Bahía San Carlos… Y todo eso lo pude hacer porque sentía la compañía de mis hermanos de combate. Fueron pequeños homenajes para los que quedaron en ese suelo. Hoy podría contar muchas más cosas de lo que pasó allí hace treinta años, pero también son muchas las cosas que pude cambiar. Puedo contar que en Malvinas corrí, anduve en bici, nadé y las caminé en paz. Mi lucha es porque tengo compañeros caídos allá. Tengo un compromiso con ellos de por vida, por haber sido yo el que sobrevivió. Muchos nacimos cuando ellos murieron. Siempre que termino una carrera despliego la bandera. Es mi forma de recordarlos y de recordar que las Malvinas son argentinas. ¡Honor y gloria a nuestros héroes!”

Por Silvina Dell'Isola. Foto: Alejandro Del Bosco

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